Tiempo atrás, Andreíta (la flacapitilla, una amiga de Chile) recomendó la película en su fotolog. El rostro del protagonista (Jonathan Rhys Meyers) era un incentivo muy fuerte, pero no lo era menos la dirección y el guión de Woody Allen. Al menos no para mí, que he sido desde siempre carne de diván. Y si ella la recomendaba, había que verla. Por eso ayer, cuando encontré el DVD en el videoclub, lo alquilé al instante.
Anoche, cuando terminamos de cenar, Víctor se fue a acostar luego de una larga jornada de trabajo (esos negreros de Falabella me lo están explotando al pobre) y yo me acomodé en un sillón del living, a solas con la historia.
MATCH POINT es un film que gira alrededor de unos cuantos conceptos básicos de la vida, tres de ellos destacados en la publicidad (PASIÓN, TENTACIÓN, OBSESIÓN) y otros dos continuamente presentes en la trama (AMBICIÓN y SUERTE). Un cocktail taquillero para cualquier film que, trasladado a la vida real, no puede menos que desatar una tragedia, si no se guardan las justas proporciones de cada ingrediente.
La primera escena es fundamental. Muestra una red de tenis y una pelota que va y viene, mientras se escucha una voz en off: "El hombre que prefiere tener suerte a ser bueno tiene claro el significado de la vida. Las personas tienden a negar que gran parte de sus vidas depende del azar. Les asusta pensar en cuánto hay fuera de su control. Hay momentos en los que la bola pega en el tope de la red y, por un segundo, no se sabe si irá hacia adelante o hacia atrás. Con suerte, va para adelante y ganas. O tal vez no... y pierdes". De allí en más, se desata una historia atrapante que terminará de un modo poco esperable, pero previsible.
Sin embargo, a medida que transcurría la película, mi cerebro estereofónico comparaba la historia que se mostraba en la pantalla con la mía propia.
Yo me sé apasionado. Y no hablo exclusivamente de sexo, plano en el cual tengo cierto entrenamiento (modestia aparte). Soy de los que hacen (casi sin excepción) lo que les gusta y lo hacen con pasión. Tal vez responda a un mandato materno que mis anticuerpos síquicos no han podido neutralizar: "Las cosas se hacen bien o no se hacen". Un modo ideal para no sentirse un paramecio: si hay algo en lo que puedo fallar, no lo hago; ergo, no fracaso. Claro que puede resultar una apología de la cobardía, pero esa es harina de otro costal.
Obvio que nada es absoluto. La pasión viene combinada con las tentaciones y las tentaciones me han acosado a lo largo de toda mi vida, pudiendo afirmar a esta altura del partido que casi todas me han doblegado. O sea que ¡olvídense del mandato materno! y asuman que ya tengo varios fracasos en mi debe. Será por mi (no tan oculto) deseo de ser una chica Almodóvar: melodramática, sensual, irreflexiva. Más allá de lo que algunos puedan suponer, soy un ser prioritaria y ejecutivamente intuitivo. Tomo decisiones todo el tiempo y no siempre como resultado de un profundo análisis del conflicto. Y no me ha ido tan mal... pero tampoco tan bien. La bola ha dado muchas veces en el borde de la red.
Obsesiones no he tenido muchas, salvo por un patológico afán de perfección que se da de trompa contra mi falta de respeto por las reglas y las convenciones. Algunos dicen que tengo la obsesión por la limpieza, pero se equivocan por considerar como tal a una simple manía por los platos limpios. Jamás me acuesto sin haber lavado la loza (sabe Dios que es una de las quejas de mi marido). Pero no soporto encontrar la cocina hecha un caos en la mañana.
Esa fue también una crítica de mi madre. "Deberías tener más ambición y ganar el dinero suficiente para contratar a una mucama" me decía. ¿Una mucama? JAMÁS. Ya me resulta bastante arduo convivir con mi familia como para agregar a una extraña. Pero para refutar ese cuestionamiento materno (no maternal) suelo recurrir a una frase de Carlos Deza, el protagonista de "Los Gozos y las Sombras", la maravillosa novela de Gonzalo Torrentes Ballester que, años atrás, TVE puso en pantalla en una estupenda miniserie estelarizada por Charo López y Esusebio Poncela. Decía Carlos: "Yo tengo ambiciones de sobra. Lo que no tengo son voluntades para llevarlas a cabo". Toda una declaración de principios.
A menudo me pregunto si existe Dios y, cuando estoy a punto de convencerme de que sí, ruego que no. Si Dios existiera, sería juzgado en función de lo que se me ha dado y el muy truhán se ha ensañado conmigo, dotándome de más talentos de los que mi espíritu laxo es capaz de manejar. Dispongo de tanto y he hecho tan poco que me da vergüenza. Tal vez el día del juicio final la suerte esté de mi lado. Tal vez la bola caiga hacia adelante. Pero no aliento esperanzas. Hay instancias en las que el azar se diluye. DEBE HABER un estadio en el cual lo único que vale es la justicia.
Un final como el de la película me sumiría en la culpa y eso no me dejaría gozar de los frutos de aquel trágico cocktail del que les hablaba al principio.
Anoche, cuando terminamos de cenar, Víctor se fue a acostar luego de una larga jornada de trabajo (esos negreros de Falabella me lo están explotando al pobre) y yo me acomodé en un sillón del living, a solas con la historia.
MATCH POINT es un film que gira alrededor de unos cuantos conceptos básicos de la vida, tres de ellos destacados en la publicidad (PASIÓN, TENTACIÓN, OBSESIÓN) y otros dos continuamente presentes en la trama (AMBICIÓN y SUERTE). Un cocktail taquillero para cualquier film que, trasladado a la vida real, no puede menos que desatar una tragedia, si no se guardan las justas proporciones de cada ingrediente.
La primera escena es fundamental. Muestra una red de tenis y una pelota que va y viene, mientras se escucha una voz en off: "El hombre que prefiere tener suerte a ser bueno tiene claro el significado de la vida. Las personas tienden a negar que gran parte de sus vidas depende del azar. Les asusta pensar en cuánto hay fuera de su control. Hay momentos en los que la bola pega en el tope de la red y, por un segundo, no se sabe si irá hacia adelante o hacia atrás. Con suerte, va para adelante y ganas. O tal vez no... y pierdes". De allí en más, se desata una historia atrapante que terminará de un modo poco esperable, pero previsible.
Sin embargo, a medida que transcurría la película, mi cerebro estereofónico comparaba la historia que se mostraba en la pantalla con la mía propia.
Yo me sé apasionado. Y no hablo exclusivamente de sexo, plano en el cual tengo cierto entrenamiento (modestia aparte). Soy de los que hacen (casi sin excepción) lo que les gusta y lo hacen con pasión. Tal vez responda a un mandato materno que mis anticuerpos síquicos no han podido neutralizar: "Las cosas se hacen bien o no se hacen". Un modo ideal para no sentirse un paramecio: si hay algo en lo que puedo fallar, no lo hago; ergo, no fracaso. Claro que puede resultar una apología de la cobardía, pero esa es harina de otro costal.
Obvio que nada es absoluto. La pasión viene combinada con las tentaciones y las tentaciones me han acosado a lo largo de toda mi vida, pudiendo afirmar a esta altura del partido que casi todas me han doblegado. O sea que ¡olvídense del mandato materno! y asuman que ya tengo varios fracasos en mi debe. Será por mi (no tan oculto) deseo de ser una chica Almodóvar: melodramática, sensual, irreflexiva. Más allá de lo que algunos puedan suponer, soy un ser prioritaria y ejecutivamente intuitivo. Tomo decisiones todo el tiempo y no siempre como resultado de un profundo análisis del conflicto. Y no me ha ido tan mal... pero tampoco tan bien. La bola ha dado muchas veces en el borde de la red.
Obsesiones no he tenido muchas, salvo por un patológico afán de perfección que se da de trompa contra mi falta de respeto por las reglas y las convenciones. Algunos dicen que tengo la obsesión por la limpieza, pero se equivocan por considerar como tal a una simple manía por los platos limpios. Jamás me acuesto sin haber lavado la loza (sabe Dios que es una de las quejas de mi marido). Pero no soporto encontrar la cocina hecha un caos en la mañana.
Esa fue también una crítica de mi madre. "Deberías tener más ambición y ganar el dinero suficiente para contratar a una mucama" me decía. ¿Una mucama? JAMÁS. Ya me resulta bastante arduo convivir con mi familia como para agregar a una extraña. Pero para refutar ese cuestionamiento materno (no maternal) suelo recurrir a una frase de Carlos Deza, el protagonista de "Los Gozos y las Sombras", la maravillosa novela de Gonzalo Torrentes Ballester que, años atrás, TVE puso en pantalla en una estupenda miniserie estelarizada por Charo López y Esusebio Poncela. Decía Carlos: "Yo tengo ambiciones de sobra. Lo que no tengo son voluntades para llevarlas a cabo". Toda una declaración de principios.
A menudo me pregunto si existe Dios y, cuando estoy a punto de convencerme de que sí, ruego que no. Si Dios existiera, sería juzgado en función de lo que se me ha dado y el muy truhán se ha ensañado conmigo, dotándome de más talentos de los que mi espíritu laxo es capaz de manejar. Dispongo de tanto y he hecho tan poco que me da vergüenza. Tal vez el día del juicio final la suerte esté de mi lado. Tal vez la bola caiga hacia adelante. Pero no aliento esperanzas. Hay instancias en las que el azar se diluye. DEBE HABER un estadio en el cual lo único que vale es la justicia.
Un final como el de la película me sumiría en la culpa y eso no me dejaría gozar de los frutos de aquel trágico cocktail del que les hablaba al principio.
Ambición, pasión, deseo, obsesión y suerte. ¿Apenas condimentos o ingredientes fundamentales del destino?
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