viernes, 25 de julio de 2014

Eulogio


Los niños suelen magnificar las cosas. Una simple cuestión de perspectiva. Cuando uno tiene que mirar el mundo desde abajo, todo parece más grande. Aunque a veces también eso puede ponerse en tela de juicio.

Yo tendría quizá seis o siete años. Ocho, con toda la furia.Mi hermano andaba entonces por los quince, año más, año menos. Eulogio me parecía por entonces un hombre enorme y su voz profunda me parecía única y poderosa. Sería por eso que me asustaba tanto cuando lo escuchaba discutir con mi vieja. No es que llegaran a la violencia. Ni siquiera se insultaban. Pero discutían cada noche. ¿Por qué? No lo sé. Supongo que los chicos nunca comprenden por qué pelean los mayores. Por eso, cuando tuve mis propios hijos, hice cuanto pude para que no me vieran pelear con su madre. Y también ella, por supuesto.

Vivíamos en un departamentito diminuto. Apenas dos habitaciones, cocina y baño minúsculos y un patio que tiempo después mi vieja hizo techar con un toldo de aluminio para que obrara como un ambiente más. Pero por aquellos tiempos era solo patio. Quiero decir: era imposible que, en tan escaso territorio la pareja pudiera discutir airadamente sin que nosotros, mi hermano y yo, los escucháramos.

Mi hermano se llamaba Alberto y siempre pareció mayor de lo que era. No sé qué ha sido de ellas pero podría jurar que he visto fotos de aquella época en la que parecía un tipo de veinte. Él era mayor, ya lo dije, y sin dudas sí comprendía por qué discutían los mayores. Dormíamos los dos en la misma habitación. Aunque eso de “dormir” es solo una manera de decir. Hacía rato que a los dos nos costaba conciliar el sueño. El vozarrón de Eulogio y la cólera difícilmente reprimida de mi vieja eran mucho más efectivos que el tilo y la valeriana juntos.

Eulogio era un buen tipo. Yo lo sabía entonces y lo supe años más tarde cuando volví a verlo. Me compraba caramelos Media Hora, que eran mis preferidos después de los masticables Sugus. Pero mi vieja no quería que comiera muchos masticables porque decía que me carcomían los dientes. Supongo que tenía razón. Por eso Eulogio me compraba siempre los Media Hora, con la condición (de acuerdo con lo impuesto por mi vieja) de que no los masticara. La consigna era dejar que se fueran deshaciendo dentro de la boca, así duraban mucho más, uno comía muchos menos caramelos y el efecto del azúcar no era tan devastador. Confieso que no siempre me era posible cumplir con lo pactado. Sin embargo, fue un buen entrenamiento para hacerme, desde chiquito,una idea de lo que era un sacrificio. Eulogio también me hacía dibujos. Yo solo tenía que elegir un tema y él lo plasmaba sobre la hoja en blanco. Aunque eso de “en blanco” también era una manera de decir, porque siempre los hacía sobre las hojas rayadas de un cuaderno y a mí me daba bronca porque me parecía que afeaba lo que, para mí, era una obra de arte. Eulogio dibujaba lo que yo le pedía. Incluso cuando la solicitud transgredía las rígidas normas de la moralina reinante. Digo esto porque una vez le pedí que dibujara un tipo cagando y él no tuvo ningún problema: dibujó un tipo en cuclillas con un soretito que le salía por detrás. Todavía hoy lamento haber perdido aquel dibujo.

Como podrán darse cuenta, yo lo quería mucho a Eulogio. Aunque nunca se lo dije. Como tampoco les dije a tantas otras personas que las quería y que las quiero (soy medio discapacitado en ese aspecto). En cambio mi hermano no lo quería nada. Yo me enojaba con él pero, ahora que yo también soy grande, se me hace que por ahí tenía sus razones. Por lo pronto, seguro que Alberto comprendía muy bien por qué no lo quería.

Pero Alberto era ariano y se la bancaba. Era un maestro en eso de tragarse las cosas. Estuviera triste o alegre, cansado o lleno de vitalidad, mi hermano siempre se veía igual: mayor de lo que en realidad era.

Sin embargo, siempre hay una excepción a la regla.

Una noche, la vieja y Eulogio discutieron más fuerte de lo habitual. Lo recuerdo perfectamente porque había luna llena. No, no es que fuera a aparecer el lobizón. Lo de la luna llena viene a cuento porque, a pesar de ser de noche y estar las luces apagadas, como todavía no estaba el toldo sobre el patio, la habitación donde dormíamos no estaba completamente a oscuras. Estaba bastante caída de pintura (eso sí) y yo me había abocado a la tarea de descascarar el revoque, buscando alguna forma. El cuarto estaba pintado de rosado pero debajo pude encontrar una capa de pintura celeste y otra amarilla. Mientras tanto, mi hermano se revolvía en su cama como un endemoniado y, justo en el momento en que yo plasmaba la silueta de un caballo en la pared, él se levantó como una tromba y se metió en la habitación de al lado.

Solo en dos oportunidades vi como mi hermano perdía los estribos. Una fue cuando un noviecito de mi prima me quiso pegar (eso da para una historia aparte) y otra fue aquella noche de luna llena. Alberto se metió en la habitación y les escupió todo lo que venía leudando desde hacía tiempo. Que estaba harto de escucharlos pelear; que él ya era grande y sabía lo qué pasaba; que patatín, que patatán. Imaginarán que yo me quedé quietito quietito en mi cama, me cubrí hasta la cabeza y esperé que pasara la tormenta. Después de que Alberto terminó de escupir lo que tenía dentro, creo que mi vieja dijo algo, pero no recuerdo qué. Lo que sí recuerdo es lo que dijo Eulogio:

– Tenés toda la razón, Albertito. –el diminutivo no era despectivo sino cariñoso– Ustedes no merecen esto.

Dicho lo cual, Eulogio se calzó su abrigo y se fue. Mi vieja trató de frenarlo, pero él de fue igual. Mi hermano volvió a su cama y, hasta donde yo me aguanté el sueño, no se pudo dormir.

A la mañana siguiente, todo parecía más o menos normal. El ambiente estaba tenso pero se bancaba. Los dos fuimos a la escuela y mi vieja se fue a trabajar. Por la tarde, unos señores trajeron una máquina de coser automática, super moderna para aquellos años, de esas que bordaban, hacían ojales, zurcían y la mar en coche. Era de marca Godeco y el último regalo de Eulogio. Por la noche, cuando mi vieja regresó del laburo, no era mi vieja. Era un fantasma que se le parecía bastante pero no era ella. Estaba pálida como nunca había estado. De hecho, solo volví a verla tan profundamente demacrada en otras dos oportunidades: cuando, diez años más tarde, murió mi hermano y, en el año 95, cuando estaba en la terapia intensiva después de su operación de corazón.El espectro de mi madre llegó a casa y ni se fijó en la máquina de coser. Pasó directamente a su cuarto y le ordenó a Alberto que fuera con ella, que tenían que hablar. Yo me puse a espiar por la ventanita que daba al patio. Se dejó caer sobre la cama, al borde de sus fuerzas, y desde allí dejó salir la retahíla más espeluznante de insultos que jamás le escucharía. Usó palabras que nos tenía prohibidas, unas que yo había escuchado alguna vez pero cuyo significado desconocía y otras que ni siquiera conocía. Pero las palabras no eran lo peor. Todavía hoy me duele y me hace hervir la sangre el tono de desprecio y odio con que las dijo. Todavía hoy refuerzo la idea de que aquella no era ella. Era un ente que se había apoderado de mi madre. Como después le pasaría a Linda Blair, poseída por un demonio. Con la diferencia de que mi vieja (al menos que yo sepa) no vomitó verde aquella noche, no giró la cabeza ciento ochenta grados, ni habló en lenguas desconocidas. Muy por el contrario, todo lo que dijo se pudo comprender perfectamente. Y mientras el súcubo de mi madre se despachaba a gusto contra su hijo incontinente, él se limitaba a escuchar estoicamente mirando al suelo, junto a la cama y las manos cruzadas a la espalda.

En esa oportunidad aprendí algo que pude corroborar con creces a lo largo de mis años: que el amor y el odio no son incompatibles, uno puede experimentarlos simultáneamente hacia la misma persona y no por eso transformarse en un enfermo siquiátrico. Aquella noche odié a mi madre y odié a mi hermano. A ella, porque no pude imaginar una razón valedera para tanta violencia. A él, porque no hallé manera de justificar su mansedumbre. Pero, claro, yo era solo un mocoso y había muchas cosas que no podía comprender. En las siguientes décadas, me fui transformando en una especie de vengador anónimo que intentaba lavar aquella afrenta con discusiones interminables e inútiles que terminaron dificultando nuestra relación. En el fondo, la consigna era que a mí no me iba a hacer lo mismo y, si ella me decía hasta la c, yo me conocía el abecedario completo. Quién sabe, hoy soy capaz de ver las cosas desde otra perspectiva…

Después de un tiempo las cosas se fueron reacomodando. Mi vieja pasó una semana en cama, sin levantarse ni para darse una ducha. A la fuerza, Alberto tuvo que poner en práctica los pocos conocimientos culinarios que poseía. Por fortuna, no era mucho lo que tenía que cocinar: a él se le atragantaban los bocados y mi vieja no abrió la boca hasta que se pudo recuperar de la depresión. Yo creo que le debemos la vida a una vecina amiga,que terminó haciéndose cargo de nosotros hasta tanto volviera a salir el sol.

Y el sol salió. No me pregunten cómo ni cuándo. Los chicos suelen pasar por alto algunos detalles importantes. Mi vieja volvió a ser la madre abnegada (quizá excesivamente rígida pero cariñosa) que siempre había sido, aunque la nueva versión había empezado a fumar. Mi hermano nunca más volvió a ser tan… extrovertido. Y yo volví a quererlos como lo que eran: mi única familia. Quizá lo único que cambió fue que Eulogio ya no estuvo para comprarme los Media Hora ni para dibujarme tipos cagando. La máquina de coser todavía existe y sigue funcionando.

El 14 de diciembre de 1976, a las cuatro de la madrugada,Alberto murió de cáncer en el hospital Santojani. La enfermedad se lo llevó en solo seis meses. Tenía 22 años y yo 14. También recuerdo aquella noche con amarga claridad. Yo estaba acostado en la misma cama pero no había luna llena sino que llovía a cántaros y la forma del caballo en la pared se había transformado, con el paso de los años, en algo parecido al continente asiático, por la forma y el tamaño.

Mi vieja también se murió. A todos nos va a llegar. Fue el 13 de enero de 1996. Pero unos meses antes de que se fuera, una noche después de la cena nos quedamos los dos solos y ella solita sacó el tema de aquella noche de luna llena en la que perdió la cabeza por un hombre y se terminó desquitando con su hijo mayor. En una reunión familiar había vuelto a ver a Eulogio y me contó que él también se había casado. Y que tenía una hija. Y ya que estábamos, con la última pitada al cigarrillo, me pudo confesar que lo peor que le había sucedido en la vida era que Alberto se hubiera muerto sin que ella encontrara la manera de pedirle perdón por ese mal trago. Curioso paralelismo, porque, ahora que lo relato, no voy a decir que fue lo peor ni de cerca, pero fue muy turro de mi parte no hallar tampoco el modo de consolarla.

Era una mina difícil, de eso no hay duda, pero hoy me queda clara su fragilidad y su inconmensurable humanidad. Por ahí tienen razón los que sostienen que en algo nos parecemos. A veces, la imposibilidad de pedir perdón no es una cuestión de orgullo. También puede ser un exceso de vergüenza.

Esto es todo por hoy. Desde las callecitas de la fría Ciudad de la Santísima Trinidad y Puerto de Nuestra Señora de los Buenos Aires se despide Víktor Huije, un cronista de su realidad que, de tanto en tanto, les da vía libre a las viejas historias… aunque nunca se sabe quién manda a quién en estas cuestiones… Sea como sea, es una buena forma de que las historias no mueran con uno.


Novelas de Carlos Ruiz Zafón