martes, 30 de mayo de 2017

97%



Un mundo que se divide entre una sociedad devastada por la carencia y otra beneficiada por todos los bienes que la tecnología y el mérito pueden ofrecer.

martes, 16 de mayo de 2017

El hijo del milico



Cerro del Torreón era un pueblito ubicado a un par de kilómetros de la Capital. Sin embargo, esa corta distancia hacía una gran diferencia. Porque "el Cerro" (como decían cariñosamente los del lugar) era sin embargo un pueblo de provincia con todas las de la ley. Debía su nombre a un mítico torreón que, en tiempos de la colonia, se emplazaba supuestamente junto a la iglesia, en la parte más alta de la región. A no ser por una rudimentaria pintura que se exhibía en la intendencia, no había otra documentación, ni histórica ni arqueológica, que probara su existencia, pero tampoco era necesaria ninguna prueba. Allí todos conocían a todos y (muchas veces a escondidas) todos hablaban de todos. Sin una vida apasionante que disfrutar, el tedio cotidiano llevaba a los cerrenses a ocuparse en demasía de la vida ajena. Casi como si fuera un deporte, podría decirse. Y como en todo deporte, había una tabla de posiciones, en este caso, consensuada tácitamente entre todos los habitantes y desde siempre liderada por Doña Haydé, una señora menuda pero muy activa, que en todo momento estaba atenta a su entorno. A ella recurrían las esposas engañadas para descubrir a las desvergonzadas que le quitaban al marido por las tardes. O los maridos que no recordaban el día del cumpleaños de sus mujeres. O los jubilados que necesitaban de un apoyo para llegar hasta el banco en los días de cobro. Porque, además de chismosa, Doña Haydé era también servicial y comedida. Para muchos, metiche.

Frente a su casa, vivía Evelia Rosas, una mujer joven y alegre a pesar de las penurias que le había tocado padecer. Había llegado al pueblo a los veinte años, junto a su marido, y enviudado cuatro años después, con su hijo Adelmar que apenas había dejado los pañales. Tuvo que aprender a sobrevivir por sus medios y a trabajar de lo que fuere con tal de llevar la comida a casa. Pocos conocen la historia de esos años y suponen que Evelia nunca se dejó caer y mantuvo su actitud y perseverancia siempre en alto. Pero Doña Haydé sí sabía de sus momentos de flaqueza, de esos días en que hubiera vendido su alma al diablo a cambio de un respiro. Evelia lloraba solo cuando nadie la veía y su verdadera fuerza aparecía en el momento en que debía mostrarse, ante el mundo, libre de agobios y pesares. En especial, las noches eran su gran tormento. Esas interminables horas en las que el universo se ponía en pausa, en tanto su corazón y su cabeza se disputaban el control de la situación. Sola en la pequeña casa, acompañada nada más que por su hijito, necesitaba ardientemente la compañía de un hombre que la sostuviera y la cobijara.

Ese desconocimiento de su intimidad hizo que, para el resto del pueblo, fuera una gran sorpresa la aparición de Cesáreo Salas. Un tipo de otros pagos, medio bruto, que manejaba un camión y se reía a carcajadas por cualquier estupidez, con estridencias muy poco habituales por aquellos lares signados por la discreción y el disimulo. Pero Doña Haydé ya lo había presentido. La joven viuda no era una mujer de cama fría, tenía buenas curvas, una belleza mestiza imposible de ignorar y era solo cuestión de tiempo hasta que los gavilanes comenzaran a acecharla. Desde el mismo día de la partida del difunto, se habían iniciado las rondas de cortejo. A los del pueblo Doña Haydé los conocía a todos y a todos reprendía. Porque ya se sabe que el período de luto no podía ni debía ser pasado por alto. Ella no tenía empacho en decírselo en la cara. A los extraños solo les dedicaba una mirada adusta como advertencia. Éste Cesáreo, en particular, no era en absoluto de su agrado y desde el primer día supo que no era trigo limpio. Sin vueltas, tal como era su costumbre, y sin que nadie se lo preguntara, se lo dijo a Evelia con esas mismas palabras: que Cesáreo Salas no era trigo limpio. Pero Evelia estaba ilusionada y su corazón era sordo a las razones.

Cesáreo llegaba con su camión todas las tardes sin faltar ni un día, a la hora en que la viuda descendía del ómnibus que la traía desde su trabajo en la Capital, y se iba pasada la medianoche (hora en que Doña Haydé cerraba por fin su persiana). Rara vez se quedaba a dormir. Sobre todo después de aquella ocasión en que el cabo Pérez (siempre a cargo de la comisaría, en virtud de la borrachera continua del Sr. Comisario) lo confundiera con un cuatrero y se lo llevara al calabozo, demorado hasta la madrugada. El cabo era un servidor de la ley rechoncho y retacón, adicto a las películas de Humphrey Bogart, y fantaseaba con protagonizar alguna vez su propio policial. En relación con aquel malentendido, las malas lenguas dicen que el milico no se confundió nada y que solo pretendía ahuyentar al forastero. Todo puede ser. Ya se sabe que los pueblerinos suelen ser muy quisquillosos a la hora de defender su coto de caza.

No obstante, a Evelia se la veía radiante e incluso Adelmar estaba más gordito y mejor vestido. Las comadres del pueblo hablaban, sí, pero ella tenía el temple necesario para hacerles pito catalán a los chismorreos. Quizá, lo único realmente malo llegara cuando el niño comenzó la escuela y sus compañeritos le hacían burlas en referencia a su "nuevo papá". Pero ya desde entonces, el pequeño Adelmar dio muestras de estoicismo e hizo lo necesario para no agobiar a su madre con sus propios problemas.

Adelmar no reía ni lloraba. Si se lo pedían con buenos modos, ayudaba. Y ante la más mínima agresión, gruñía. Era famoso en el potrero donde los chicos de su edad jugaban a la pelota después de la escuela. Algunos lo acusaban de pegar duro, pero él se disculpaba sosteniendo que el fútbol era cosa de hombres. Su madre estaba de acuerdo, pero tuvo que tomar cartas en el asunto cuando la "hombría" de su hijo empezó a extralimitarse, al punto de producir lesiones que requirieron la intervención del Dr. Friberg e incluso del cabo Pérez. Salvo Doña Haydé, nadie tomó nota de que aquellos primeros incidentes tuvieron lugar algunas semanas antes de que el vientre de Evelia comenzara a crecer. Fue también por la época en que Cesáreo Salas dejó de ir todas las tardes a Cerro del Torreón.

La última vez que Cesáreo pasó la noche en casa de Evelia fue cuando salió de allí, ya de mañana, trajeado y perfumado. Todos saben que se subió a su camión y partió rumbo al registro civil para casarse con otra. Los pormenores de aquella noche se desconocen pero los vecinos dan fe de que los escucharon discutir. Ni siquiera Doña Haydé llegó a tener información fidedigna y, en el caso en que Adelmar supiera algo, no hay duda de que se llevó el secreto a la tumba.

Evelia ya no fue la misma desde entonces. Aun cuando mantuvo su sonrisa y su jovialidad habituales, algo en su mirada delataba su tristeza y su renovada angustia.

- No te preocupes, -le decía Doña Haydé- que mientras vos estés en el trabajo, yo te voy a cuidar a los chicos. Adelmarcito conmigo es un encanto y, si Dios quiere, el que viene en camino va a ser igual de bueno.

El que venía en camino llegó una madrugada de enero y contra todo pronóstico recibió el nombre de César. Fue un escándalo familiar.

Desde la fiesta de Año Nuevo y con la idea de ayudarla en el parto, llegaron desde el norte su madre Imelda y su hermana Branca a pasar una temporada. Todo iba bien hasta que Evelia dio a conocer el nombre del bebé, en el caso de que fuera varón. Imelda no era una mujer de muchas luces pero podía darse cuenta de que ese nombre sería por siempre como la sal en la herida, aunque no supiera expresarlo. Branca, en cambio, fue muy clara:

- Cada vez que lo nombres te vas a acordar de ese hijo de puta.

Pero Evelia no entró en razones. El niño se llamó Cesar Hilario Rosas y, tácitamente, la familia en pleno optó por llamar al bebé por su segundo nombre. Que Hilarito de aquí, que Hilarito de allá, mientras las parientas estuvieron en la casa, el bebé casi no visitó la cuna. De la teta de su madre pasaba a los brazos de su abuela o de su tía y, de tanto en tanto, también a los de Doña Haydé. Era un niño regordete y blanco como la leche, herencia de su abuela paterna que (nadie lo sabía por entonces) era polaca. Esa piel tan pálida, en el seno de una familia norteña cuyos orígenes se perdían en los albores del tiempo, fue el primer sello distintivo que le deparaba el destino. En muchos sentidos, Hilarito nunca fue un chico como los demás... pero eso es harina de otro costal.

Al igual que su hermano Adelmar, Hilarito no lloraba nunca. Pero sí reía. Y ya desde los primeros días de vida solía mantener los ojos bien abiertos y atentos a lo que sucedía a su alrededor. La abuela Imelda no se cansaba de acariciarlo, su tía Branca le inventaba canciones con historias de animales en las que los lobos siempre estaban al acecho y los conejitos eran los héroes astutos. Por su parte, Adelmar estaba atento a cada gesto y se había autoimpuesto la tarea de detectar cuando el bebé ensuciara los pañales. Eso de limpiarle la mierda no reforzaba su masculinidad ni tampoco era agradable, pero no veía inconveniente en dar aviso.

Cuando las parientas tuvieron que marchar, escasearon las caricias y las canciones de animales, pero la mirada vigilante de su hermano no cesó en ningún momento. Todavía no comenzaban las clases, por lo que podía dedicarse a ello a tiempo completo, olvidado como estaba del potrero y de las "cosas de hombre". Tal era el magnetismo de Hilarito, ya desde la cuna.

Algunos hablan de suerte y otros de destino, pero lo cierto es que, el día en que sucedieron los hechos, los dos hermanos de alguna manera estaban conectados.

Era un día domingo y Evelia aprovechaba su día franco para la limpieza. Mientras Hilarito dormía en su cuna, ella lavaba ropa y Adelmar jugaba a la pelota. Ella protestaba y él la provocaba haciendo picar el balón cerca de las prendas ya tendidas en la soga. Ella se secaba el sudor de la frente con el antebrazo y él daba un último pelotazo sin querer, que dejaría una barrosa mancha circular en las sábanas blancas recién lavadas.

Nunca supo qué fue exactamente, pero algo en su interior encendió una alarma y toda su atención pasó a otro plano. ¡Su hermanito! ¿Dónde estaba su hermanito? Evelia no alcanzó a enojarse por la sábana sucia. Adelmar salió disparado hacia la casa al grito de "¡Se lo lleva!" y, aun sin entender nada, ella salió tras él.

Apenas tuvieron tiempo de ver cómo Cesáreo Salas salía de la casa con el bebé en brazos y todos los recuerdos que tuvieron después fueron borrosos. Cesáreo era un tipo ágil, pero Adelmar era un chico de ocho años que le dio alcance cuando luchaba por abrir la puerta de su camión. Los nervios le estaban jugando una mala pasada y la maldita puerta no se abría. El bebé había empezado a llorar y el otro mocoso lo pateaba como un salvaje, mientras Evelia atravesaba la calle, tropezaba, caía, lo insultaba a los gritos desde el suelo y, en la esquina, aparecía el cabo Pérez, corriendo agitado y desenfundando el arma. Detrás de él, Doña Haydé también corría y lloraba. Había visto el camión a través de la ventana y no dudó en dar aviso a la policía. Para Cesáreo no había muchas opciones. Aferró fuertemente al bebé con un brazo, derribó a Adelmar con un fuerte revés y finalmente pudo abrir la puerta del camión No sabe cómo depositó a Hilarito en el asiento pero jamás pudo olvidar el frío de la pistola en su sien, cuando el cabo pronunció su frase de película: "Quieto o disparo".

La gente ya se había agolpado en el lugar y el intento de secuestro fue noticia durante días. Las comadres tuvieron nueva tela que cortar y hasta Doña Haydé, genio y figura del cotorreo vernáculo, llegó a indignarse ante tantas barbaridades que se dijeron. Fue también cuando Adelmar le bajó dos dientes de una trompada a un chico del barrio. En su defensa solo dijo que Hilarito no era hijo del milico.


domingo, 7 de mayo de 2017

Confesiones de un cornudo arrepentido



Crecemos con la idea de que lo peor de los cuernos es el hecho en sí mismo. Descubrís que tu pareja tiene o tuvo un amorío con otra persona y se te viene el mundo abajo; simplemente porque todo el mundo sabe (y, por consiguiente, acepta ovinamente) que eso “está mal”. Y tan naturalizada está esa supuesta verdad revelada que casi nadie se ocupa de investigar qué hay detrás de aquello que, de un día para el otro, acaba con un mundo. La parte “engañadora” estará más ocupada en justificar su “delito” con excusas más o menos creativas. La “víctima”, en cambio, mientras se lame las heridas, hallará los medios necesarios para defenestrar la imagen de esa persona que hasta ayer la hacía feliz. No digo que todo el mundo restrinja sus reacciones al acotado ramillete de posibilidades que ofrece la tradición cultural para estos casos, pero todxs sabemos que “esto es así”.

Muy pocas personas tienen la capacidad y/o la voluntad de ver en una infidelidad tan solo una señal de que algo no anda bien en la relación. Para decirlo más claramente: los cuernos nunca son la causa de una crisis y siempre son una consecuencia de la misma. Y hasta te diría más: si la relación está en crisis y alguno de los involucrados llega al punto de no poder usar sombrero, esto será el resultado más del azar que de la premeditación. Te lo bato yo, que de esto no sé nada. Dice el dicho que el hábito no hace al monje, pero hay otro que dice que la ocasión hace al ladrón. Y si de cuernos se trata, nadie que esté en su sano juicio abandona el jardín de los afectos para internarse en el pantano de la aventura. Si lo hace, será entonces que el jardín no es tan como lo pintan. El Photoshop emocional suele hacer estragos en la vida de la gente.

El “contigo pan y cebolla” pasó al olvido hace tiempo (si es que alguna vez existió un desatino semejante). Hoy una relación necesita tantos ingredientes para alcanzar un resultado aceptable que queda plenamente justificado el hecho de que casi ninguna llegue a la categoría de “para siempre”. No obstante, soy de la idea de que, entre tantos ingredientes, hay dos que no pueden estar ausentes, que son imprescindibles.

Sin caer en vulgaridades tales como “dura lo que dura dura” (porque ahí ya no estaríamos hablando exactamente de amor), nadie podrá negar que la pasión es uno de esos ingredientes indispensables para una buena relación y (agrego yo) su ausencia y/o declive debería ser uno de los primeros marcadores a tener en cuenta cuando haya sospecha de infidelidad. No por nada los cuernos suelen ser asociados con la cama. Recurriendo al humor gráfico, en toda típica escena de cuernos, el marido aparece como recién llegado del trabajo, la mujer desnuda entre las sábanas y el amante escondido en el ropero. Si el marido los sorprendiera tomando mate en la sala, el chiste sin dudas perdería gracia y, por lo tanto, sentido. La pasión es algo esencial para la vida en pareja, aunque deberíamos siempre tener en cuenta que sus manifestaciones cambiarán necesariamente con el paso del tiempo o con las circunstancias que la rodeen: mal que nos pese, el coger como conejos casi nunca es para siempre y puede suceder que la pasión llegue a traducirse como un dormir tomaditos de la mano. Cada quien sabrá diferenciar, llegado el caso.

El otro elemento indispensable en la relación de amor entre dos personas es la lealtad. Y es cierto que vengo hablando casi con obsesión sobre ella en los últimos tiempos, pero representa para mí una experiencia de descubrimiento/deslumbramiento. He vivido la mayor parte de mi vida equivocado, obedeciendo como borrego a ciertos mandatos culturales que nunca habían merecido de mi parte un mero cuestionamiento, y ahora que mi mente (por muy diversas razones) se ha atrevido a salirse del sendero marcado, quiero contarle al mundo que me rodea lo que he podido ver en medio de esos pastizales donde nadie mira. Y esto es que la lealtad no es otra cosa que el compromiso para con el otro, el “voy a estar ahí toda vez que me necesites”, es el transformarse en bastón, en aliento, en mano caliente, en alimento, en ojos, en brazos, piernas o hasta en patada en el culo cuando sea necesario.

Si me vas a amar, amame con pasión y con lealtad. Si no podés, ahorranos el desgaste de vivir una mentira.

Tal vez no quede claro que en toda esta sopa del amor, la fidelidad no juega un rol preponderante. Antes bien, según mi juicio, es un ingrediente engañoso y hasta peligroso para el buen desarrollo de un vínculo amoroso entre dos seres humanos.

La fidelidad es una cárcel. 

Es un contrato que, al momento de firmar, nadie puede estar seguro de cumplir a rajatabla. Es un pacto de mutuo sojuzgamiento. Es un renunciamiento a la propia libertad. Es una negación de la mismísima condición humana que pretende transformarnos en seres para siempre inmóviles, rígidos, conservadores y predecibles. Veo muy pocas diferencias entre un ser semejante y un muerto.

En definitiva, la fidelidad es una mierda.

Lo malo de los cuernos no es que tu pareja se haya acostado con otra persona. No te dejes engañar por los moralistas o por los filósofos de cuarta. 

Lo malo de los cuernos es que tu pareja (por la razón que fuere) haya sentido la necesidad de cornearte.

Si logramos comprender esto, estaremos a un paso de… no digo la felicidad, pero sí de la paz interior. Estaremos en condiciones de contemplar el mundo que nos rodea de un modo diferente y, sobre todo, ver a la persona que tenemos al lado como un ser humano pasible de errores y de debilidades que no necesariamente merecen la hoguera del infierno.

¿Quién dijo que los cuernos son incompatibles con el amor verdadero? ¿De dónde sacaron eso de que alguien, por el solo hecho de haber sido infiel, se convierte automáticamente en un hijo de puta? (Con el debido respeto que me merecen las putas, que no suelen tener la culpa en la gran mayoría de los asuntos en que se las nombra) ¿Cómo puede alguien aseverar que esa persona que le demostró su amor en tantas ocasiones, de buenas a primeras, es capaz de meterle los cuernos tan solo para joderle la vida? Eso es no pensar con claridad. Y si me apuran un poco hasta les diría que eso es, además y por sobre todas las cosas, una falta de lealtad hacia su pareja infiel.

Cumplidas mis bodas de oro con la vida, tengo en mi haber conocimientos suficientes para hablar de lo que hablo. Quizá en términos cuantitativos mis experiencias de pareja no sean tan sorprendentes, pero puedo asegurar que, en cuanto a diversidad, puedo presentar un abanico que pocas personas tienen en su colección. 

¿Me han metido los cuernos alguna vez? ¡Pero por supuesto, Lucho! De hecho, de algunas de mis ex parejas tengo la certeza y de otras solo la sospecha, en tanto que puedo poner las manos en el fuego tan solo por… ¿un par? Obvio que omitiré hacer nombres con el solo objeto de no poner a nadie en evidencia. Que al fin y al cabo tampoco es necesario a estas alturas del partido.

Ahora bien, ¿he obrado con justicia en cada uno de los casos de infidelidad que he atravesado? Con pesar debo decir que no, que en su momento no supe magnificar la crisis con ecuanimidad. Sobre todo con una persona que ha sido siempre un pilar para mi vida y con la que he compartido, sin ningún tipo de duda, los mejores años de mi vida. Una persona que, a pesar de haberme sido infiel, me ha sido siempre leal y ha estado a mi lado toda vez que la he necesitado. Y aquí sigue apuntalándome, como si yo mismo no le hubiera fallado aquella vez en que dudé de su amor. Los años han pasado y hoy puedo comprender lo que entonces no pude. Un acto de infidelidad no siempre es un acto de mala fe, una agresión, una prueba de desamor o mucho menos de odio, de deshonestidad o falta de escrúpulos. No es necesariamente una traición. Todo ser humano tiene dudas, tiene miedos, tiene necesidades, tiene tentaciones, tiene debilidades… En otras palabras: todo ser humano puede ser infiel y no por eso convertirse en el monstruo de la laguna. Los monstruos de la laguna, muy por el contrario, no solo atacan a traición. Los monstruos matan.

Esto es todo por hoy. Desde las templadas (y hoy lluviosas) callecitas de la siempre misteriosa Ciudad de la Santísima Trinidad y Puerto de Nuestra Señora de los Buenos Aires, se despide Víktor Huije, un cronista de su realidad que ahora sabe que el que esté libre de pecado todavía tiene tiempo para experimentarlo y, así, dejar de hablar al pedo de cosas que no conoce.

jueves, 4 de mayo de 2017

¿Y por qué no decirlo?



¡Si es tan real como tu nombre
que también es el mío!
Te amé.
Te amo.
Y no por eso estoy obligado a odiarte.
El odio tiene tan poco que ver conmigo
que ni siquiera puedo convocarlo.
El amarte duele.
Sí.
Pero también cura.
Como el pinchazo de la vacuna.
Como esa luz cegadora que nos enfrenta al mundo
cuando el vientre materno ya no es suficiente.
¿En qué legislación milenaria está escrito
que el amor no deja cicatrices?

¿Cuándo y quién dictaminó que al irte de mi lado
yo debía desdeñar tu sonrisa
y echar a la hoguera los besos que me diste?
Si el amor fue verdadero
el odio es una mentira inútil.
Es pretender negar que en las mañanas
tu recuerdo me persigue
como me persiguen también los recuerdos de mi infancia.
Porque el corazón siempre se queda en los momentos dulces.
Odiar es dejar de respirar.
Es hacer de cuenta que este mundo ya no tiene sentido.
Es querer borrarte y al mismo tiempo
llevarte clavado aquí en el pecho
con alfileres de hiel y nomeolvides.
Invocar al odio es una mera trampa.
Es perseguir el corazón del fuego
y echarte la culpa de cada quemadura.
No te puedo odiar
del mismo modo que no puedo olvidarte.
Porque amor es memoria.
Amor es silencio ahogado de latidos.
Es un abrazo sin razones
y una sonrisa sin por qué.
Que ya no estemos juntos y vos ames a otro
es tan solo un detalle.
Yo seguiré cobijado para siempre en tu pecho
y vos serás motor para mi aliento.
Es así.
Es verdad.
¿Por qué no decirlo?



Novelas de Carlos Ruiz Zafón