viernes, 1 de mayo de 2020

El cuchillo perdido en cuarentena


Ya he dicho en alguna oportunidad que, por razones meramente pragmáticas (a saber, que no se me acumule la vajilla sucia en la bacha de la cocina), tengo solo unos cuantos platos, dos cuchillos, dos tenedores y dos cucharas. Cucharitas de café sí tengo unas cuantas, por razones obvias. Imaginarán entonces que, ante tal carencia de recursos, los utensilios reparten sus días en un triángulo vicioso que va del escurreplatos al plato donde como, de ahí a la bacha de lavado y finalmente de regreso al escurreplatos.

El hecho es que nunca fui un fanático de los quehaceres hogareños y, desde que comenzó la cuarentena, la disponibilidad horaria, lejos (muy lejos) de corregir ese mal hábito, lo ha incrementado. Y es ahí donde cobra mayor mérito la precaución de no acumular vajilla innecesaria.

Ayer, mi menguada capacidad de enseres sucios estaba al límite y procedí (como acostumbro) a hacer uso de la esponja y el detergente. Cuál no fue mi sorpresa cuando descubro que me faltaba un cuchillo. Como comprenderán, no había mucho donde buscar y el cuchillo no estaba. Revisé exhaustivamente la cocina, dentro de la heladera, ¡dentro del microondas!, me tiré al suelo y busqué debajo del mueble bajomesada, inspeccioné por detrás de la cocina, dentro del horno... ¡Nada! Ni señas del cuchillo perdido. Se me ocurrió entonces que tal vez lo hubiera echado a la basura sin querer, por lo que me calcé guantes de goma y escudriñé entre los desperdicios. ¡Tampoco!

Sin haber dilucidado el misterio del cuchillo perdido y en consonancia con el viejo axioma que afirma "aparecerá cuando no lo busque", me preparé un café y subí a mi habitación para ver una película. Luego me quedé dormido y juro que soñé con el cuchillo.

Fue un sueño turbulento y confuso en el que alguien o algo lo usaba como arma en mi contra y me hacía cortes paralelos a lo largo de todo el brazo izquierdo. Lo vi con increíble claridad: mango de plástico negro, hoja de acero muy delgada y filo aserrado. Un cuchillo como cualquier otro, de esos que se venden de a docena en los negocios de baratijas plásticas.

Sin duda, esa tortura se inspiraba en mi visita de hace unos días a la carnicería, donde uno de los chicos carniceros (joven de unos veintitantos) tenía el brazo izquierdo lleno de grandes cicatrices paralelas desde el hombro hasta la muñeca. Ese brazo (lacerado vaya uno a saber por qué ritual) me dejó turbado y, por lo visto, la impresión hizo causa común con mi nueva incertidumbre. No recuerdo que, en el sueño, las heridas me causaran dolor pero sí tengo patente los ríos de sangre que manaban de mi brazo. No lo dije ni lo pensé pero yo sabía que iba a morir. Y lo peor (pienso ahora) es que la muerte me alcanzaría sin saber quién o qué había robado mi cuchillo para atacarme.

Como suele suceder en estos casos, la adrenalina a tope hizo que me despertara. El corazón galopaba y la garganta era un arenero. Descorrí las sábanas, me senté en el borde de la cama, me calcé los lentes y me puse de pie. Todavía inseguro de mis piernas me asomé al precipicio de la escalera que me lleva a la planta baja y descendí con inusual precaución.

Ya abajo, en tierra firme, bebí un vaso de agua y me quedé apoyado contra la heladera durante un largo rato, con la mente en blanco. De pronto, sentí deseos de comer algo dulce. En mi última salida había comprado una lata de duraznos que todavía no había abierto. El sudor frío aun refrescaba mi nuca y me pareció una buena idea combatir tan desagradable sensación con la suave caricia del almíbar en mi garganta.

Y entonces sucedió lo inesperado. Lo que jamás hubiera imaginado.

Abrí el cajón de los cubiertos buscando el abrelatas y ¡allí estaba! ¡Era el cuchillo perdido!

Ahora estoy más preocupado que nunca. Queda claro que la persona o el ente que me atacara en el sueño es real, que planea hacerme daño y, para ello, escondió el arma homicida en el único lugar de la casa donde yo jamás lo buscaría.

Novelas de Carlos Ruiz Zafón