lunes, 5 de septiembre de 2011

Dos viudas en su laberinto


Se dice que es una maldición árabe. Yo ignoro su origen, pero me consta que hay quienes, para desearte lo peor, te enrostran un “ojalá que te enamores”. Y es que el amor resulta una cosa bastante inasible, inabarcable que (en el mejor de los casos) te hará derramar alguna lágrima. Porque si estás enamorado y no moqueás un poco, entonces no estás enamorado. Pero no es del amor de lo que quiero hablar. O sí.
Imaginemos una escena: la señora sexagenaria recibe un llamado telefónico en el que se le comunica que su marido (sexagenario también) acaba de sufrir un infarto y que se encuentra muy grave. Desesperada, sale corriendo hacia el hospital pero, al llegar al nosocomio, se encuentra con que, junto a la camilla en la que trasladan a su consorte, hay una veinteañera desconocida llorando como si fuese de la familia. Lleva puestos solo unos borcegos y un piloto que apenas le cubre las nalgas. ¿Qué hacer en esta situación? Aclaremos que la chica no es un gato ocasional. Hace cinco años que es amante del moribundo y, ahondando un poco en su historia, podremos concluir que lo que la une a él es amor del verdadero. Las normas de la etiqueta indicarían que ella, al ver llegar a la esposa “oficial”, debería dar un paso al costado y desaparecer de escena sin hacer olas. Podría también quedarse allí (opción un tanto menos formal) y defender lo que considera suyo. O apartarse del centro de la escena y quedarse en un costado, esperando el mejor momento para ocupar el sitio que le corresponda. La esposa más “añosa” puede, por su parte, armar un escándalo y echar a la mocosa a patadas de la sala y, a modo de patrón de estancia, marcar territorio (el decoro, las buenas costumbres y el buen gusto desaprobarían que se pusiera a mear las cuatro esquinas de la habitación). También podría la señora hacerse la boba, fingir que no se da cuenta de lo que ha sucedido y suponer que esa muchachita medio en bolas no es otra que una buena samaritana que recogió a su marido en la calle y lo llevó hasta el hospital más cercano.

Cualquiera fuera el caso, lo que nadie podría esperar (ni tolerar) sería que, al morir el hombre que han compartido durante tanto tiempo, ambas mujeres se acercaran y compartieran también el dolor inmenso que las desmorona. Eso diría la lógica convencional que regula, en general, las relaciones humanas. Pero a veces (solo a veces) las cosas no resultan tal como uno espera.

Quienes ya la hayan visto, se habrán dado cuenta de que la historia de la que hablo no es un invento de mi imaginación. Es una versión libre del argumento de “Viudas”, película argentina protagonizada por la Gra Borges y Valeria Bertuccelli en la que las protagonistas no siempre reaccionan como deberían.

Me consta que todavía existe, entre muchas y muchos, cierto prejuicio respecto de las películas nacionales. Se ha transformado en una especie de dogma incuestionable aquello de que el cine vernáculo es aburrido y de mala calidad. No es mi intención refutar tales preceptos porque, en alguna manera y con distinto énfasis a lo largo de mi existencia, supe hacerme eco de esa verdad instalada en la conciencia colectiva. Sin embargo, a mi favor puedo alegar que siempre he sido de los que se rebelan (lo que no es más que una manera elegante de decir que me gusta llevar la contra). Por eso insisto con el cine argentino y, mal que le pese a mi marido (porque no lo dice pero yo sé que me sigue en mis delirios como una forma de contribución a la armonía matrimonial), gracias a ello pudimos disfrutar de verdaderas joyas como “El Secreto de sus Ojos”, film al cual “Viudas” no tiene mucho que envidiarle.

Si me preguntaran, les diría que es una historia increíble. Aunque ese calificativo no es aquí mero sinónimo de “maravillosa” o “estupenda”. Es increíble sencillamente porque (se me ocurre) cualquier persona que haga honores a la sensatez más llana (y de esos y esas hay a montones por estas latitudes) llegará a la conclusión de que es una historia muy poco creíble. Claro que uno siempre tiene el pleno derecho a pasar por alto la opinión de los que solo se dejan arrastrar por su sed insaciable de realismo. En lo personal, cuando leo una novela o veo una película, no me importa si la obra es realista o no lo es. Me contento con que sea bella y eso me basta. Si además tiene un mensaje edificante, ¡cartón lleno!. Pero lo primordial es la belleza.

En ese plano, “Viudas” me pareció una bella película y, a decir verdad, no creo que sea una historia demasiado apartada de la realidad ni mucho menos insensata. En cierta manera, me veo identificado en algunos aspectos con una y otra de las protagonistas. La Borges es una mina fuerte, tal vez fortalecida por los años, capaz de amar y también de odiar (o al menos eso quisiera), sensata hasta la incoherencia. La Bertuccelli es inocente y frágil (o, mejor dicho, ignorante de su propia fortaleza, como la mayoría de los jóvenes), capaz de ver más allá de lo evidente. De otro modo, ¿cómo podría explicarse su amor por un hombre cuarenta años mayor?

Y es que los seres humanos podemos ser así de desconcertantes. A pesar de mi apego por las matemáticas, siempre he sostenido que en la vida no siempre dos más dos es cuatro e historias como estas me reafirman en mis convicciones. ¡Por fortuna! Nada me parecería más decepcionante que llegar a la conclusión de que las personas somos predecibles. En ese sentido, estas viudas parecen actuar sin libreto y obrar de acuerdo a su propia humanidad.

Más allá de mis prejuicios, chapeau a la actuación de la Borges. Esta es la mejor Graciela Borges que he visto y me siento tentado de pispear un poco en su pasado actoral para descubrir lo que, sin dudas, no me he permitido ver en su momento. Tal vez porque también estoy añoso, me hizo emocionar y hasta logró que se me piantara un lagrimón (bueno, está bien, ¡unos cuantos lagrimones!). La Bertuccelli también hace lo suyo y construye una interpretación sólida y potente. Aunque por esta vez me quedo con la presencia que imponen los años.

“Viudas” es una película tan rica que nos permite (en la medida en que cada quien se anime a hacerlo) ahondar en el héroe latente que cada uno es, así como también en el miserable (que suele ser un poco más explícito en la mayoría de los mortales). Y no hablo solo de lo que sucede en la pantalla. Esta es una película ideal para ser disfrutada en un cine antes que en el living de casa. No quiero adelantar pasajes jugosos del argumento, pero la aparición de la mucama provoca reacciones en la platea que, en general, no han sido de mi agrado. Sin embargo, la inclusión de este personaje me resulta invaluable. Una perlita cuyo valor radica precisamente en su “no-necesidad”. Es decir: es un personaje cuyas características no son imprescindibles para el desarrollo de la trama y es por eso que la enaltece. Tal vez no se entienda lo que quiero decir pero estoy seguro de que les quedará muy claro a poco de iniciada la función. La mucama es la única que logra poner negro sobre blanco en los conflictos y me animaría a decir que es la más auténtica de todas las mujeres que integran el reparto. Por más que muchas y muchos lleguen a pensar que lo mío es puro disparate. Es un personaje crudo y sin dobleces, mucho más real de lo que uno pudiera imaginar. Su presencia permite comprender más cabalmente quién era el marido-amante y, sobre todo, es esencial para saber, para descubrir, para sorprender y sacarle la careta al verdadero yo que llevamos dentro. Una de sus intervenciones más potentes: “Yo no soy alcohólica; yo tomo porque estoy vacía”. Pero no es cierto.

De todas maneras, sería un gran error quedarse con la idea de que se trata de una historia triste. Más bien diría que es como la vida misma: a veces dulce y otras amarga, con un balance final que siempre queda al arbitrio de lo que cada espectador ha querido guardar en la alacena. La humanidad es diversa y, mientras unos acumulan los recuerdos más melosos, otros dejan siempre a mano los más avinagrados.

Veanla y después, si quieren, me cuentan.

Esto ha sido todo por hoy. Desde las callecitas de la siempre misteriosa Ciudad de la Santísima Trinidad y Puerto de Nuestra Señora de los Buenos Aires se despide Víktor Huije, un cronista de su realidad que, a fuerza de humanidad, gusta de correr riesgos y, a veces, tiene la suerte de poder disfrutar de las cosas buenas que nos permite la vida.


Novelas de Carlos Ruiz Zafón