martes, 11 de septiembre de 2012

Los mitos nunca acaban


Mi primo Diego Domínguez, siempre tan alerta a las innovaciones científicas, me acaba de hacer llegar una nota publicada en el diario La Gaceta, de Tucumán, acerca de las propiedades desconocidas del esperma. Por si después de mis comentarios alguien llega a la conclusión de que tal artículo periodístico es un invento de mi imaginación calenturienta, pueden leerlo en forma completa en esta dirección.


El semen ya no deberá ser relacionado exclusivamente con el amor


Como miembro de la Fundación Buenos Aires Sida e integrante del Proyecto Escuelas, suelo hablar casi a diario sobre temas relacionados a la sexualidad y, al referirme al semen, puntualizo que su única función es la de transportar a los espermatozoides. Bueno, queda claro que, de ahora en adelante, voy a tener que amplair mis consideraciones. Porque resulta que el semen tiene 8 (ocho) propiedades que yo desconocía hasta el momento. A saber:


1- Suavizante de piel: contiene un antioxidante llamado espermina que ayuda a disminuir las arrugas, a suavizar la piel e incluso controlar el acné. Esta propiedad es tan eficaz que una empresa noruega extrajo este componente para venderlo como ingrediente principal de una crema facial.

O sea que, si uno se deja llevar por esta información, debería sentirse quizá tentado a exigir que los caballeros dejen de serlo (al menos de momento) para gozarle a uno en plena cara. Sin embargo, conozco putas viejas que están tan arrugadas como una madre superiora.


2- Ingrediente de cocina: según Photenhauer, el semen no es sólo nutritivo, sino que también cuenta una suave textura y propiedades culinarias sorprendentes, gracias a un sabor complejo y dinámico. Además, su producción no es costosa y se puede conseguir en hogares y en restaurantes.

Uy, ¡por Dior!, este solo punto da para un tratado de varios tomos! El tal Paul Photenhauer es un tipo que, después de abusar seriamente de sustancias alucinogenas, escribió un libro de recetas elaboradas con todo tipo de ingredientes, incluso semen. ¡Un ladrón! Todo el mundo sabe que se lo puede encontrar en la mayoría de los hogares y en los restaurantes. Para el caso también en las ferreterías y los talleres mecánicos, lo cual solucionaría problemas cada vez que a la señora de la casa se le acaba la existencia del ingrediente: los centros de abastecimiento pueden resultar de lo más eclécticos. Nótese además que don Photen afirma cosas tales como que "las propiedades de cocción del semen son similares a las claras de huevo" o una más práctica: "caliente una sartén ligeramente engrasada, retire la sartén del fuego y eyacule directamente en el molde". Con lo cual, afirma elípticamente que estas recetas no son aptas para ser elaboradas por mujeres. A la vez, me parece que mi amigo Bellota Caravaggio puede llegar a hacer buen uso de ellas.


3- Pigmento: en 2008, el artista alemán Martin Von Ostrowski presentó en el Museo Gay de Berlín una serie de cuadros que desarrolló con su propio semen. Para lograrlo, tuvo que eyacular 1.000 veces.

Conclusión más que obvia: El tal Ostrowsky resulta ser un pajero bárbaro, pero creativo. Aunque no me imagino cuál puede ser la gracia de visitar una exposición en la que todos los cuadros están en blanco.


4- Tinta invisible: durante la Primera Guerra Mundial, la inteligencia británica descubrió que el esperma masculino podía funcionar como tinta invisible, una propiedad de gran útil para un servicio secreto. Uno de los encargados de investigar esta característica, el capitán Mansfield Cumming, descubrió también que el fluido soportaba bien los métodos más usuales de la época para detectar este tipo de mensajes, como el vapor de yodo.

Está sí que es curiosa. Me imagino a los generales ingleses dándose una vueltita por el baño cada vez que tenían que enviar un mensaje secreto. Además, qué coincidencia que el capitán se llamara Cumming... ¿Cumming no significaría algo así como "acabando"? Al final vamos a llegar a la conlusión de que Pancho Ibáñez tenías razón con aquello de que "todo tiene que ver con todo".


5- Antidepresivo para las mujeres: según estudios, hay componentes del esperma, como el cortisol, la estrona, la melatonina o la serotonina, que provocan una reacción hormonal capaz de modificar el estado de ánimo de las mujeres depresivas.

¿Y cómo se administraría la medicación antidepresiva? ¿Por vía oral? ¿Por vía vaginal o anal surte el mismo efecto? ¿Es el semen en realidad lo que les quita la depre a las mujeres? Tanto macho preocupado por el tamaño de su pene y resulta ser que a las minas la alegría les viene por otro lado.


6- Control de la ovulación: una reciente investigación de la Universidad de Saskatchewan, en Canadá, reveló que una proteína en el semen incide en las zonas del cerebro femenino que regulan la ovulación, y contribuyen al mantenimiento de las células nerviosas. Ambos efectos hacen que la presencia de semen envíe una señal al hipotálamo y a la glándula pituitaria que anuncia el momento en que los ovarios comienzan a actuar.

Acá me voy a permitir transgredir los límites de la corrección (cuac). ¿Cómo hace la proteína del semen para llegar hasta la zona del cerebro femenino que regula la ovulación? Debe ser necesario un lechazo potente ¿no? Me hizo acordar a una conocida conductora de noticiero que afirmó en un reportaje radial que una eyaculación muy fuerte por parte de su pareja le provocó un ACV. Así que, chicas, a tener mucho cuidado, que el control de la ovulación puede tener consecuencias desagradables y peligrosas. Mejor sigan como hasta ahora, contando los días.


7- Alivia las náuseas matutinas: Gordon Gallup, investigador de la Universidad de Albania, afirmó que el semen podría curar las náuseas matutinas que afectan a las mujeres embarazadas. El cuerpo femenino percibe el material genético del padre como un agente extraño, por lo que intenta rechazarlo y genera la sensación de vómito. La forma de evitar este problema sería ingerir el semen del padre del niño. Sin embargo, las conclusiones de esta investigación fueron cuestionadas por la comunidad científica.

¿No sienten ustedes que, algunas veces, la gente se va al joraca? Para mí, ese Gallup es un piola bárbaro. Seguro que la jermu desde que está embarazada no lo deja que la toque ni con un láser y tuvo que inventar esa teoría para que al menos la mina se la chupe antes del desayuno. Una variante notable del "Principio de Dolina" ("Todo lo que los hombres hacen es para levantarse minas"). En este caso diríamos que "Todo lo que el tipo inventa es para poder ponerla".


8- Unidad de almacenamiento: científicos de las universidades norteamericanas de Harvard y de Johns Hopkins consiguieron almacenar un petabyte de información en 1,5 miligramos de ADN, el equivalente a un milímetro cúbico de semen. La eyaculación media masculina oscila entre los dos y los seis mililitros cúbicos, una cantidad suficiente para almacenar cuatro petabytes de datos. 

El solo pensar que cualquier vulgar onanista tiene esa capacidad de almacenamiento debe estar haciendo temblar a toda la industria de la informática. Si tomamos en cuenta que un petabyte (es irresistible la asociación con uno de los nombres vulgares que se le da al sexo oral, perdonen ustedes) es algo así como un millón de gigabytes, ¿cuántos pendrives podría uno ahorrarse con una sola paja?


La verdad que estoy tentado de escribir a la redacción de La Gaceta. No sé si para felicitarlos o para putearlos. Incluso podría seguir agregando comentarios, pero me siento en la obligación de dejar algo para los posibles lectores.

Por eso...

Esto ha sido todo por hoy. Desde las húmedas y casi primaverales callecitas de la siempre misteriosa Ciudad de la Santísima Trinidad y Puerto de Nuestra Señora de los Buenos Aires se despide Víktor Huije, un cronista de su realidad que siempre ha tenido la sospecha de que algunos periodismos no deben ser tomados demasiado en serio.

:)



miércoles, 8 de agosto de 2012

Mika es gay... ¿y qué?


Al leer la noticia, muchos habrán exclamado (yo incluido) “¡Chocolate por la noticia!”. Aparte de él, creo que a nadie le cabía la menor duda. Pero fíjense qué curiosa (y terrible) puede resultar, aun hoy, la salida del armario. El tipo es una reconocidísima estrella del pop internacional y, aun así, con todos los privilegios e impunidades que su fama le confiere, tardó años en sincerarse (primero ante sí mismo y después ante el público). Y es que asumir una sexualidad discordante con la heterosexualidad sigue siendo una carga difícil de llevar.

Hace algunas semanas, la farándula argentina se relamía con el gustito a escándalo generado en torno a un seudo paso de comedia que renovaba, una vez más, el manido estereotipo de la marica afeminada. Escándalo que, como cualquier otro que se genera en procura de un mayor rating, pasó finalmente al olvido y “acá no ha pasado nada”. La FALGBT emitió un comunicado repudiando el acto de discriminación y otras organizaciones siguieron en su tesitura de llevar la contra y reivindicar la figura del maricón, obviando el hecho de que incluso los maricones merecen un tratamiento respetuoso desde los medios. Porque lo que casi nadie destacó en todo ese entredicho es que ese tipo de burlas alimenta ideologías homófobas.

Y si hay algo que la realidad mundial nos enseña, día a día, es que LA HOMOFOBIA MATA.

Pregúntenselo, si no, a los parientes y amigos de la Pepa Gaitán, o a los de Pelusa Liendro, Daniel Zamudio y tantos y tantas otros y otras cuyos nombres ya se hace casi imposible de enumerar. Al menos Valeska Salazar la puede contar, pero cuántos y cuántas no han corrido la misma suerte. Octavio Romero, por ejemplo, no.

La homofobia, esa execrable versión del machismo más rancio, sigue matando y muchas veces de modo impune. Incluso hay estados que matan por homofobia. U homófobos que asesinan alentados por ciertas corrientes religiosas. Me contaban, hace unos días, el caso de Brasil, donde los asesinatos de odio contra gays, lesbianas y trans están a la orden del día y ya son tantos que han dejado de ser noticia. Solamente en 2011, la Secretaría de Derechos Humanos de ese país registró 1.259 denuncias de violencia contra homosexuales, las cuales incluyen episodios de violencia física, sexual, psicológica e institucional. Pero más escalofriantes son los 266 asesinatos de homosexuales que se han registrado en ese mismo período. Como si esto fuera poco, los evangélicos ya no se contentan con alentar este tipo de crímenes desde los púlpitos, sino que han crecido de manera alarmante en poder e influencias, al punto de tener una fuerte presencia en el Poder Legislativo. Tanto que la misma presidenta Dilma Rousseff ha claudicado en su prédica a favor de los derechos humanos y ha dejado al colectivo LGBT brasileño librado a su suerte, tan necesitada como está de mantener una buena relación con los dipu-evangélicos. Así es como, casi a diario, los asesinatos homofóbicos se repiten y nadie hace nada... Perdón, nadie hace nada, no. Porque las distintas iglesias brasileñas se han manifestado multitudinariamente en diversas oportunidades EN CONTRA DE LA APROBACIÓN DE UNA LEY QUE PENALICE LA HOMOFOBIA. Y entre tanto, los muertos se amontonan. Personas a las que se les arranca la vida de la forma más horrorosa. Hablamos de empalamientos, decapitaciones y mutilaciones varias que suelen llegar luego de crueles y demoníacas vejaciones.

¿Y cuál es el argumento que esgrimen estas instituciones para marchar contra una legislación que proteja especialmente la integridad de las personas LGBT? La libertad de expresión. Así como lo leen: porque los ciudadanos tienen derecho a “expresar su pensamiento ‘filosófico’, amparados en la libertad constitucional de expresión”. ¿Alguien puede, honestamente, oponerse a una ley que criminalice la homofobia con tan pueril argumento? ¿Arengar a la gente con discursos en los que se degrada la dignidad de gays, lesbianas y trans, mostrándonos como seres que merecemos la peor de las muertes, es un legítimo ejercicio de la libertad de expresión? Esta gente no tiene límites y ni siquiera repara en el hecho de que su prédica ya ha comenzado a dar señales de descontrol. Es que cuando uno tira tiros al aire nunca se sabe dónde va a bajar la bala. Entonces sucede, por ejemplo, que en Bahía dos hermanos fueron brutalmente golpeados por ir abrazados por la calle. La sola sospecha de homosexualidad bastó para que un grupo de cobardes matones, muy machitos ellos, se creyeran con derecho a insultarlos, patearlos, golpearlos, arrojarles piedras y acuchillarlos, mientras les gritaban “¡Mujercitas!”, entre risas y festejos. La macana (para los matones, digo) fue que solo uno de los dos hermanos murió. El otro sobrevivió a la agresión y pudo denunciarlos. ¿Será este un caso aislado? ¡Por supuesto que no! Tiempo atrás, un padre y su hijo cometieron el error de ir por la calle abrazados y también fueron atacados salvajemente, quedando al borde de la muerte. Ambos casos lograron gran repercusión en los medios de prensa, justamente, porque las víctimas no eran gays. O sea, no eran culpables de andar por la calle manifestando su repugnante desviación.

Pero en todos lados se cuecen habas. No vaya usté a creer...

El lunes pasado (sí, el 6 de agosto), en Bruselas, un hombre que paseaba a su perrito empezó a ser insultado por otros tres, obviamente con epítetos homófobos. El agredido no se animó a enfrentarlos y caminó hacia su casa. Pero, hete aquí, que los truhanes lo siguieron hasta su domicilio sin dejar de insultarlo, ante la mirada impávida de los demás transeúntes. Ya en la puerta de su hogar, mientras intentaba colocar la llave en la cerradura con mucho nerviosismo, el hombre fue empujado por uno de los agresores, con lo cual cayó al suelo y empezó a ser pateado por los otros dos. Viendo la escena, su compañero salió en su ayuda y enfrentó a la turba, recibiendo también una golpiza que lo dejó en tal estado que debió ser hospitalizado. Solo uno de los atacantes fue capturado (un tipo de 35 años que ya tiene otras ¡22! causas por delitos similares). De nuevo la misma pregunta: ¿Será este un caso aislado? Y exactamente la misma respuesta: ¡Por supuesto que no! Hay casos peores.

En Bélgica todavía no se deciden: ignoran si en los últimos tiempos los ataques homofóbicos se han multiplicado o es que sencillamente ahora los atacados hacen más denuncias. Será acaso que, tiempo atrás, el novio del hombre del perrito habría ido al hospital diciendo que “se había golpeado con el picaporte de la puerta”.

A mediados de julio, en la ciudad de Lieja, un gay fue asesinado a martillazos. El autor confeso dijo en su defensa que lo había asesinado “por venganza”. Según la prensa local, la víctima era un sexagenario sin domicilio fijo y su cadáver fue descubierto en el parque de Avroy, conocido sitio de levante gay de la ciudad. El hecho fue reportado a la policía por un amigo del victimario, al cual este le había confesado su crimen de manera inmediata. El homicida (también de 35 años) fue detenido e interrogado esa misma noche y de ninguna manera disimuló el carácter homófobo y premeditado de sus actos al declarar que lo había hecho porque “el viejo me la quería chupar”. Además, amplió sus dichos confesando que se la tenía jurada a todos los homosexuales porque “había sido violado por uno, hace un año, en el mismo parque”. Lo extraño es que nunca había hecho denuncia de esa supuesta violación y al ser interrogado no fue capaz de dar detalles del suceso. Pero más extraño es que una persona se pasee de noche por un parque público, donde se ofrece sexo, con un martillo en la mano. ¿Es demasiado descabellado suponer que, desde el vamos, el tipo ya tenía la idea de matar al primer puto que le hiciera una insinuación?

En la misma Lieja, el último 22 de abril, un grupo de gays locales empezaba a distribuir en las redes sociales el aviso de desaparición de Ihsane Jarfi, de 32 años. Ihsane había sido visto por última vez en la puerta de un bar gay, cuando subía a un auto desconocido. Dos semanas después, su cuerpo sería encontrado en un campo lindante a una ruta poco transitada. La autopsia determinaría que el joven había muerto a causa de la terrible golpiza recibida. Pocas horas después del hallazgo del cadáver, la policía arrestaba al primer sospechoso. El muy idiota, afortunadamente, había estado mandando mensajes de texto a sus amigotes desde el celular de Ihsane. En la sala de interrogatorio, sus declaraciones fueron más que risibles, si no hubiera una muerte de por medio. Dijo que, la noche de los hechos, estaba con dos amigos en la puerta del bar, “tratando de convencer a una puta para que se fuera con ellos”. Como ella no accedía, Ihsane había salido en su defensa y se había ¡“ofrecido a suplantarla”!, con lo cual ellos estuvieron de acuerdo. Ahora bien, una vez dentro del auto, Ihsane empezó a hacerles “proposiciones indecentes” (¿para qué otra cosa pudo haber subido al auto?), por lo que los muchachotes montaron en cólera y lo apalearon para dejarlo finalmente abandonado en el campo antes mencionado. En su defensa, tanto él como sus cómplices, aluden que al momento de dejarlo en el descampado el joven estaba vivo. Asesinos pero no tontos: los tres fueron acusados por robo violento, secuestro y lesiones graves que originaron un homicidio culposo. Eso sí, el carácter homófobo de la agresión podría constituir una circunstancia agravante. Al respecto, la organización Arco Iris Valonia (en referencia a la región belga cuya capital es Lieja) ha expresado su repudio respecto de este asesinato: “La homofobia está al mismo nivel que el racismo, un fenómeno grave que debe ser tomado en serio y no debe ser subestimado por los poderes públicos”. Además, reclamaron un plan nacional de lucha contra la discriminación y la homofobia.

Y así podríamos seguir y seguir. Porque los casos de homofobia no son patrimonio exclusivo de Brasil o de Bélgica. Estos son apenas unos pocos ejemplos de lo que sucede en todo el mundo. ¡Si hasta en los Juegos Olímpicos hubo un caso de homofobia contra uno de los integrantes del equipo británico de saltos ornamentales!

Nosotros, en Buenos Aires (ya que no en toda la Argentina) gozamos del raro privilegio de integrar una sociedad en la cual no está demasiado bien visto eso de la homofobia. Pero a no engañarse que, de todos modos, los homófobos porteños son como las brujas: no existen pero que los hay, los hay. Es justo decir, sin embargo, que el problema de la homofobia en Argentina (legislación mediante) está lejos de ser comparable con los casos de Brasil, de México, EUA u otros países donde la vida de un gay vale menos que la bala que les quita la vida. Aunque como tal (como problema) requiere soluciones y, en tanto éstas no se implementen, salir del armario va a seguir siendo una decisión, muchas veces, kamikaze.

Esto es todo por hoy. Desde las callecitas de la lluviosa y siempre misteriosa Ciudad de la Santísima Trinidad y Puerto de Nuestra Señora de los Buenos Aires se despide Víktor Huije, un cronista de su realidad que, aun sin sorprenderse, puede comprender las razones por las cuales incluso un astro pop de alcance internacional siente temor de mostrarse ante el mundo tal cual es. El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra.


viernes, 29 de junio de 2012

Chau, Juan


Que me estoy poniendo viejo ya se sabe... Es más: habrá muchos que sostengan que YA ME PUSE. Pero el caso es que, de un tiempo a esta parte, estoy más llorón que de costumbre y hoy, 29 de junio de 2012, con los cincuenta ya cumplidos y varios kilos engordados, me sorprendí moqueando más de la cuenta.

Se preguntarán por qué y... ¿yo qué sé por qué? Cosas que a uno le pasan cuando se pone flojo. Cuando uno se empieza a dar manija al pedo y piensa en lo que fue, lo que es y lo que pudo haber sido o no... Cuando uno empieza a darse cuenta de que el que será va a ser, indefectiblemente, el mismo que ya es... que ya no queda mucho tiempo para un cambio.

A los veinte, la idea del mañana era algo que iba a pasar “dentro de mucho” y no caía en que ese mañana “tan lejano” apenas si estaba a la vuelta de un sueño. Sin embargo, hubo algo que sí tenía claro desde el primero momento: el mañana no me interesaba demasiado pero yo quería ser un buen tipo HOY, AHORA, YA. Y si algo hice a lo largo de este medio siglo que llevo a cuestas, eso fue esforzarme por ser buena persona. Creo que al final lo logré, aunque, sin olvidar que lo que vale siempre cuesta, los errores cometidos, las agachadas y este miedo pertinaz (que me ha privado de tantas y tantas alegrías) han elevado la cotización del logro hasta el límite de mis posibilidades. No quiero decir que haya pagado un “elevado costo” por ser buen tipo, porque (si vale la pena) el costo nunca es demasiado, pero sí lo entregué todo para alcanzar la meta y ahora como que me quedé sin resto. Y se me da por pensar que, por ahí, digo, este berretín por no ser garca, esa especie de obsesión que me ha ocupado diez lustros enteritos, no es otra cosa que el ansia por no repetir historias ancestrales. Y así, uno, por no vivir la vida de otro (de un padre, por decir algo), termina no viviendo tampoco la propia, dejando incluso de lado intuiciones y vocaciones que (de haberlas desarrollado) hubieran contribuido a alcanzar el objetivo con mayor fluidez. Claro que decir esto es como jugar al prode con el diario del lunes en la mano.

A mí me costó y me sigue costando ser buena persona. Es casi un laburo.
Sin embargo, hay algunas personas (pocas, muy pocas) a las que la misma tarea parece no costarles nada. Hay gente luminosa que parece no esforzarse a la hora de compartir su brillo, a la hora de tender su mano o aportar con su silencio. Juan era uno de ellos.

Él me demostró que se puede disentir sin faltar el respeto; que se puede ir por la vida sin ganarse enemigos; que se puede sonreír aun desde el dolor; que se puede soñar con los ojos abiertos...

Conocí a un solo tipo que, hace algunos años, tuvo la osadía de hablarme mal de Juan. Y justo esa persona era de esos que van por la vida regalando bosta. “¿Qué decís, gritaba, si está donde está porque lo acomodó el padre”. Un tipo muy pequeño, claro está, cuyo ego y mezquidad jamás le permitirían ver todo lo que Juan había hecho, hacía e iba a hacer tan humildemente. De hecho, a Juan todavía lo quiero y de ese tipo ni siquiera me recuerdo el nombre. Y fue el único. El resto del universo que he conocido coincide conmigo en que Juan representa la esencia misma de la generosidad y el respeto.

El cáncer ha de ser un bicho muy potente. A muchos que lo miramos en varias oportunidades directamente a los ojos se nos frunce de solo pensar que no perdona. Por eso mismo, porque sé de lo que hablo, el amor que sentí siempre por ese tipo que nunca supo de mi existencia se agiganta todavía más y se me llena el pecho de gratitud por alguien (¡al menos alguien!) que siempre y en toda circunstancia eligió ver el vaso medio lleno y no medio vacío.

Muchas veces me pregunté (sobre todo en los últimos tiempos, en que los días se me vuelven semejantes unos a otros) por qué él pudo y yo no... ¿y yo qué sé? Será porque él era buen tipo de verdad y no un advenedizo como uno, que solo puede aspirar a parecerlo, luchando día a día con (y siendo muchas veces derrotado por) las propias mezquindades, la rabia, la falta de perspectiva, el egocentrismo, la ruindad. Aun así, tocado por la varita mágica y todo, hubo quienes no trepidaron en sacar provecho de la sospecha de su muerte. Gente baja y pequeña que supone que el mundo se reduce apenas a un intercambio de papeles pintados.

Hoy se nos fue Juan Alberto pero permanecerá entre los que lo queremos hasta que el aliento también nos abandone.

Esto es todo por hoy. Desde las tristes callecitas de la siempre misteriosa Ciudad de la Santísima Trinidad y Puerto de Nuestra Señora de los Buenos Aires se despide Víktor Huije, un cronista de su realidad que bien poco habrá de dejar cuando también se marche, vaya uno a saber hacia qué rumbo. Hasta entonces, vivirá en mí el recuerdo de ese Juan que se nos fue y nos dejó tanto. Porque Juan Alberto Badía no fue solo un ícono de la radio y la TV. Él será siempre un símbolo de la bondad.



jueves, 28 de junio de 2012

Cuarenta y tres años no es nada


En el 69 yo tenía apenas 7 añitos. Muy chico todavía para saber o intuir quién sería en el futuro pero claro que ese gusto por jugar con las muñecas de mi prima ya era un claro indicio. Claro que, en casa, de esas cosas no se hablaba. Como de tantas otras cosas.

Es una pena que, aun hoy, tenga tan claro el recuerdo de haber visto por televisión la supuesta llegada del hombre a la Luna (todas las ventanas abiertas de par en par, la casa inundada de sol y yo sentadito en el suelo frente al aparato) y sin embargo ni uno solo de que, tan solo un mes antes, hubiera habido semejante bolonqui en el país del norte. Peor aún, hasta bien entrada mi adolescencia, ni siquiera tuve idea de que había existido un bar llamado Stonewall Inn. De hecho, apenas si sabía que había otros “chicos raros”, además de mí...

Por aquellas épocas, en todo el mundo las personas LGBT eran hostigadas. Más o menos como hoy, pero peor. Acá en la Argentina, dicen que ya había gente que se estaba organizando con la idea de modificar esta realidad, pero lo hacían tan calladamente que casi nadie se enteró.

En cambio en el gran país del norte el batifondo fue importante.

El 22 de junio del 69 ponía fin a sus días Judy Garland, la gran estrella de Hollywood que los gays de Norteamérica habían adoptado como ídola. El dolor de toda la comunidad era tan grande que todos los sentimientos estaban a flor de piel.

En la ciudad de Nueva York, ciudad en la que Judy se había suicidado, eran pocos los lugares donde los gays, lesbianas y trans podían reunirse más o menos con tranquilidad. Digo “más o menos” porque, por aquella época, los hostigamientos policiales eran pan de cada día. Uno de esos pocos sitios era el bar Stonewall Inn, ubicado en los números 51 y 53 de la calle Christopher, en el barrio de Greenwich Village. Era un bar de mala muerte que los miembros de la mafia neoyorquina habían acondicionado para captar a la “clientela de los invertidos”. El lugar no tenía licencia habilitante, no tenía agua corriente (los vasos se lavaban en una palangana cuya agua se renovaba, con suerte, cada día), los baños siempre apestaban por falta de limpieza y problemas con el drenaje y, por si algo faltara, el local carecía de las reglamentarias salidas de emergencia. Eso sí, en sus instalaciones no estaba permitido ejercer la prostitución. Pero además de alcohol se vendían drogas y, si mediaba el mutuo consentimiento, era habitual que los parroquianos tuvieran sexo en algún rincón no necesariamente oculto. Con tales circunstancias, podrán imaginar que las “intervenciones” policiales eran más que frecuentes.

Por aquella época, el Stonewall Inn era famoso por ser no solo uno de los pocos bares para gays, sino también el único donde se podía bailar. La gran mayoría de los asistentes eran hombres, aunque nunca faltaba alguna lesbiana. Tampoco faltaban las chicas trans pero los dueños del lugar preferían limitar su concurrencia, básicamente por dos razones: porque había leyes muy estrictas contra el uso de prendas correspondientes al sexo opuesto y porque comulgaban con el prejuicio de que las travestis y drags tenían tendencia al escándalo y a la violencia. No obstante, en la parte trasera del bar había una pequeña habitación en la cual los “señores” podían pasar a maquillarse y a estilizar sus peinados (siempre y cuando conservaran sus vestimentas masculinas). Las edades eran de lo más variadas, pero predominaban los chicos jóvenes y los treinteañeros, negros, blancos y latinos; el color daba lo mismo.

Los agentes del orden pasaban por su soborno puntualmente cada semana y, una vez al mes, hacían una redada para disimular ante la opinión pública. Claro que todo estaba organizado para que el negocio (el de los dueños del bar y el de los policías) no decayera. Antes de cada redada, los dueños del bar eran advertidos para que pudieran esconder parte del licor en los sótanos, de manera de tener qué vender una vez terminada la pantomima. Además, estas “apariciones sorpresivas” de la policía solían hacerse lo más temprano posible como para que el local pudiera seguir funcionando después de que la policía se retirara. En una redada típica se encendían las luces al ingreso de los uniformados (señal para que todos dejaran de bailar o se subieran los pantalones), los clientes formaban en fila y se revisaban sus documentos de identidad. Los que no tenían documentos o usaban ropa del sexo opuesto eran arrestados. A los demás se los dejaba en libertad.

Habitualmente, el ritual se llevaba a cabo sin inconvenientes y todos contentos. Pero en la madrugada del sábado 28 de junio de aquel 1969, algo diferente sucedió.

Dicen que algunas de las drags habían estado bebiendo de más y, por efecto del alcohol, se les dio por el pedo lacrimógeno. Algunas de ellas lloraban la muerte de Judy y se quejaban amargamente por el cruel destino que les había tocado vivir. Fue entonces cuando se encendieron las luces y los policías ingresaron al local gritando y empujando a todos para que hicieran una fila contra la pared. Las personas que llevaban ropa femenina, tal era la costumbre, fueron trasladadas al cuarto de maquillaje para que una uniformada mujer “verificara” su sexo. Pero esta vez, algunas travestis se negaron a colaborar. Ahí comenzaron los primeros problemas para los oficiales. Las travestis se descontrolaron y tuvieron que entrar los refuerzos que solían esperar siempre en la puerta. Ante la violencia de la represión, los varones presentes también se negaron a entregar sus identificaciones, por lo que el jefe a cargo del operativo decidió llevarse preso a todo el mundo. Claro que no tuvo en cuenta que necesitaría dos o tres camiones celulares extra para llevarlos a todos a la sede policial. Luego de un llamado telefónico pidiendo refuerzos y viendo que los ánimos estaban demasiado caldeados (sobre todo después de que algunos uniformados manosearan sin disimulo a las pocas lesbianas presentes), se decidió dejar en libertad a parte de la concurrencia. Así, algunos pudieron salir pero, lejos de irse asustados a sus casas con el rabo entre las piernas, se quedaron en la puerta del local y empezaron a arengar a los transeúntes, muchos de los cuales se solidarizaron con los parroquianos. Cuando llegó el primer coche celular, ya había más de cien personas (casi todos gays) en la puerta y más doscientas en el interior, supuestamente arrestadas. Cuando empezaron a salir los primeros detenidos para subirse al celular, la gente empezó a vocear cánticos en contra de los policías y se produjeron forcejeos hasta que uno de los uniformados empujó violentamente a una travesti y ésta reaccionó con terrible piña. Allí comenzó todo. El oficial respondió con un cachiporrazo. La gente empezó a arrojarle monedas y latas de cerveza y a abuchearlo, por lo que tuvo que refugiarse dentro del vehículo. En ese momento, sacaban del bar a una lesbiana esposada y con la cabeza sangrando, la cual gritó pidiendo ayuda porque en el interior la policía estaba agrediendo a los clientes. El descontrol fue total y los efectivos policiales fueron superados. La muchedumbre intentaba volcar los vehículos mientras varios de los que ya se hallaban dentro del celular pudieron escapar. Con las ruedas pinchadas, también los patrulleros y el celular huyeron en busca de más refuerzos. Los demás efectivos se encerraron dentro del bar pero la muchedumbre acumuló basura en la puerta y le prendió fuego. Incluso hubo quienes arrancaron literalmente un parquímetro que usaron para romper los vidrios y atacar a los uniformados con fuego y piedras. Casi una hora después de iniciados los hechos, llegó la fuerza antidisturbios que logró despejar la entrada al local y liberar a los uniformados acorralados. Sin embargo, la muchedumbre continuó con el acoso y la fuerza debió dividirse para perseguir a los rebeldes por las calles del barrio. Durante toda la noche continuó la revuelta y, en más de una ocasión, los gays terminaron persiguiendo a los policías. Al amanecer, los detenidos y los heridos de ambos bandos se contaban por decenas. El interior del Stonewall Inn había quedado destruido.
Durante todo ese sábado 28, los curiosos acudieron a la calle Christopher para ver lo que había sucedido y, en muchas paredes del barrio, aparecieron inscripciones injuriosas contra las fuerzas del orden.

Alrededor de la medianoche, una multitud de gays y travestis se reunieron frente al bar y reiniciaron los disturbios. Se quemaron contenedores de basura por todo el barrio, se destruyeron autos, vidrieras y alumbrados. La policía intentó contener la violencia pero otra vez fueron superados por “las maricas enardecidas” y fue necesario llamar nuevamente a las fuerzas antidisturbio, gracias a lo cual la batalla campal volvió a extenderse hasta el amanecer.
Los mismos hechos se repitieron los días subsiguientes, fogoneados por las diversas opiniones de los medios de comunicación, por la ferocidad de la policía (que se sentía herida al haber sido humillada por un “ejército de invertidos”) y por las críticas recibidas por parte de muchos gays militantes que habían trabajado con anterioridad en pro de una imagen “civilizada” que lograra insertar a los homosexuales en la sociedad.

La gran conclusión que puede obtenerse a partir de estos sucesos es que, a partir de Stonewall, quedó claro que las maricas se habían cansado de la opresión. Porque, como suele decirse, el límite de la opresión es la capacidad de aguante de los oprimidos.

En los años que siguieron, vieron la luz en todo el mundo varias organizaciones de gays, lesbianas y trans que empezaron a trabajar en favor de sus derechos con métodos menos complacientes a los utilizados hasta el momento. La primera marcha del orgullo se celebró en Nueva York, Los Ángeles y Chicago, el 28 de junio de 1970, a un año de los disturbios, pero se la llamó Día de la Liberación de Christopher Street. Lo del orgullo vendría mucho después. Al año siguiente se realizaron marchas del en Boston, Dallas, Milwaukee, Londres, París, Berlín Oeste y Estocolmo. En 1972 las ciudades participantes ya incluían a Atlanta, Buffalo, Detroit, Washington D.C., Miami y Filadelfia.

Increíblemente, cuarenta y tres años después de aquellas jornadas, la lucha continúa y, en muchos países del orbe, los homosexuales, las lesbianas y las trans siguen siendo víctimas de la represión social e incluso estatal, pudiendo ser víctimas de acoso, abuso y persecución. En muchos países se nos sigue condenando a muerte.

¿Y en Argentina?

En Argentina, ese país del sur del mundo donde siempre parece que no pasa nada, en realidad pasan cosas. Y muy buenas. Tanto que somos un país en el que, ya hace dos años, las parejas del mismo sexos pueden contraer matrimonio; ya se han derogado los edictos contravencionales que nos discriminaban; recientemente se ha aprobado la Ley de Identidad de Género y, poco a poco y lentamente, la diversidad sexual va dejando de ser cuestionada socialmente. Aunque falte mucho todavía por hacer, estamos a la vanguardia de los países americanos, aun por delante de aquella capital del mundo donde se originó la primera revuelta. Y en ese sentido nuestro orgullo es doble: orgullo por haber elegido, no ser sino mostrarnos tal como somos, sin escondernos ni bajar la mirada, y orgullo por haber logrado el respeto a través de las leyes y la aceptación creciente del resto de la sociedad.

Esto es todo por hoy. Desde las húmedas callecitas de la siempre misteriosa Ciudad de la Santísima Trinidad y Puerto de Nuestra Señora de los Buenos Aires se despide Víktor Huije, un cronista de su realidad que, a tantos años vista, ya no se siente un “chico raro” y agradece cada día a los tantos y tantos personajes de esta dura historia (llámense Jáuregui, Perlongher, Claudia Pía y un infinito etcétera de célebres y desconocidos) que han contribuido a conformar este querido país donde las personas LGBT podemos vivir en paz.



lunes, 18 de junio de 2012

¿Qué corno es una vagina?





Si no sabés cuál es la respuesta a esta pregunta, leélo, que te va a ayudar.

Si creés que sí sabés qué es una vagina, leélo también... seguro que te llevás una sorpresa..









jueves, 14 de junio de 2012

Tanatina




Apestoso y lúgubre era aquel callejón de mala muerte. Había llegado hasta allí con la sensación de que toda la ciudad clavaba su mirada sobre él. La calle estaba desierta y la mayoría de las ventanas de los edificios circundantes permanecían cerradas. No obstante, le parecía que todo el mundo conocía sus planes y lo acechaba desde las sombras, recriminándole la culpabilidad de un crimen que aun no había cometido. Pero ahora, que ya tenía el frasquito entre sus manos, se sentía seguro de sí, acaloradamente eufórico. Cierto es que tuvo que juntar coraje para abandonar la sospechosa paz de la calle principal y recorrer los cincuenta y tantos metros hasta la casa del Gitano. Sin embargo, emergía de la callejuela con una inusual expresión de triunfo, con paso decidido y la firme convicción de que estaba haciendo lo correcto.

El auto estaba estacionado a pocos metros de la bocacalle. Como en cualquier película que se precie, no faltaba la brisa que siseaba en la copa de los árboles ni el farol balanceándose entre los postes. Podía no haber nadie en kilómetros a la redonda. No importaba. El chasquear de la puerta al cerrarse retumbó como un trueno. Él se acomodó en el asiento del conductor, colocó con sumo cuidado el frasquito dentro de la guantera y verificó la hora. Faltaban escasos cuarenta y cinco minutos para su cita. Después de casi seis meses de ausencia, ella regresaba a casa, a la casa donde habían vivido juntos durante diez felices años, la casa de sus hijos, la casa de la que ella huyera deslumbrada por una tardía y adolescente fantasía de amor.

El Gitano le había garantizado que la tanatina era el veneno ideal para el crimen perfecto. Explicó que actuaba rápidamente sobre las fibras cardiacas, provocando una muerte súbita. Luego, la sustancia era capaz de reaccionar químicamente con los diversos humores disueltos en la sangre y “desaparecía”. Ninguna autopsia podía detectarla.

Al partir, ella no había reclamado nada. Simplemente cerró la puerta tras de sí y se esfumó. Él y los niños se quedaron solos y atónitos. Sorprendidos y asustados. La pareja perfecta se disolvió en un abrir y cerrar de ojos con unas pocas palabras: “Amo a otro”. No hubo más explicaciones. Ni siquiera atinó a insultarla. El portazo final todavía le dolía. Y a sus hijos. Esa y no otra era la razón por la cual había decidido poner fin al sufrimiento.

Había planeado todo al detalle. Los chicos estaban con la abuela. La casa estaba impecable. Había pasado toda la tarde cocinando para que la última cena juntos fuera perfecta. Tantos años de felicidad merecían un buen final. Pondría el veneno en el postre, tal como lo sugiriera el Gitano, para disimular su ligero amargor. Un bocado apenas sería suficiente.

Los papeles del divorcio ya estaban en su escritorio. Sólo faltaba ponerse de acuerdo en la separación de bienes y el régimen de visitas. No era necesario discutir. Aquel acuerdo nunca entraría en vigencia. Por eso él pensaba acceder a todas las peticiones que ella le presentara, como el marido dócil que siempre había sido. No tenía objeto discutir. Al final de la cena, su plan ya se habría consumado y todo lo hablado durante la velada perdería sentido.

Detuvo el auto frente a la casa. No lo guardó en el garaje, previendo que tal vez fuera necesario trasladar el cuerpo hasta el hospital más cercano. Gesto inútil si las aseveraciones del Gitano eran correctas. Tomó el frasquito de la guantera y lo introdujo en el bolsillo interior del saco. Abrió la puerta, salió del auto y volvió a cerrarla. El nuevo chasquido pareció retumbar por todos los rincones de la calle vacía. Caminó hasta la puerta de entrada y colocó la llave en la cerradura.

Había conocido al Gitano a través del Piraña, uno de sus alumnos de la nocturna. ¡El Piraña! En verdad, se trataba de un tipo de temer. Andaba en la pesada, como suele decirse, y usaba el colegio como centro de operaciones. Todos lo sabían y, sin embargo, era un muchacho muy popular. Es decir: uno de esos tipos a los que conviene tener de nuestro lado. Destino o fatalidad, lo cierto es que, desde el principio, hubo entre ellos una afinidad extraña que los llevó a brindarse tácitamente mutua protección.

La casa estaba más desierta que nunca. El silencio era tangible cuando los chicos no estaban. La oscuridad era tan profunda que, aun después de encender las luces, parecía presente. Verificó la hora una vez más. Faltaban todavía veinticinco minutos. Tenía el tiempo justo para ducharse y cambiarse de ropa. Pero recordó el frasquito y decidió eliminarlo, pues podía representar un peligro para su plan si alguien lo descubría en la casa. De modo que vertió su contenido en uno de esos recipientes cilíndricos de plástico que suelen utilizarse para las cápsulas o las grageas y lo escondió en un estante de la alacena. Luego lavó el otro frasquito con empeño, lo colocó en una bolsita de polietileno y salió a la calle para arrojarlo en el terreno baldío de la cuadra. Al regresar, ya era tarde para la ducha, así que apenas se lavó un poco y se vistió elegantemente. Una vez listo, se sirvió un cognac, puso música suave y se sentó en el living a esperar.

La idea había surgido una semana antes, cuando un par de rateritos lo atacó en la playa de estacionamiento de la escuela. Él se disponía a subir al auto. Lo golpearon duramente en la cabeza y cayó al suelo, aturdido por el cachiporrazo. Podrían haberlo desplumado, de no haber sido por la aparición del Piraña. “¡A él no!” les ordenó y los malandras huyeron como si hubieran visto al mismísimo diablo. El Piraña lo ayudó a incorporarse y a entrar al auto. Luego condujo hasta la casa y lo acompañó hasta que estuvo bien acomodado en un sillón de la sala. Le puso paños fríos en la nuca y en la frente para mitigar la jaqueca y le dio charla para evitar que se durmiera. Fue entonces cuando el Piraña conoció la situación. “Si mi jermu me hace eso, la mato”. Había en su voz un énfasis tal que inducía a tomar la frase al pie de la letra. El Piraña no era un tipo amante de las metáforas.

Ella siempre fue puntual y esa vez no fue la excepción. Estaba radiante. Él siempre le había envidiado su capacidad de deslumbrar a pesar de las desdichas. Ella intentó saludarlo con un besito en los labios, llevada por el hábito y sin reparar en lo desubicado del gesto. Pero él no quiso arriesgarse a sufrir un cimbronazo afectivo que pudiera inducirlo a modificar sus planes y desvió la cara, de modo que los labios de ella se estrellaron súbitamente contra su mejilla izquierda. Estaba más delgada, aunque conservaba aun todas sus curvas. Se sintió extraño al recibirla como visita y experimentó cierta angustia al caer en la cuenta de que aquella sería la primera y la última vez que lo haría.

Tomaron una copa, mientras el microondas ponía a punto la cena. Temerariamente, recordaron viejos tiempos, cuando eran recién casados y vivían en un ambiente que apenas tenía un anafe con dos hornallas. Habían progresado. Habían crecido... Y habían llegado al punto donde los caminos se bifurcan. Tambalearon al filo de la melancolía y la nostalgia. Pero la alarma del microondas los trajo nuevamente a tierra.

El Piraña lo había citado en un bodegón infecto, ubicado en uno de los barrios más pobres de la ciudad. Él dudó en acudir a la cita. Pero aquel muchacho ejercía sobre su espíritu una influencia casi demoníaca que lo obligaba a obedecer. Estuvo largo rato sentado en una mesa sin que el Piraña apareciera. Era ya de noche y la oscuridad le confería al local un aspecto aun más sórdido que el que presentaba a plena luz del día. Un par de parroquianos, en una mesa cercana, comenzaron a insultarse. El patrón del boliche los miró con desprecio y se limitó a subir el volumen de la radio. El Piraña apareció cuando el par ya se iba a las manos. Caminaba con desenfado, como era su costumbre, y había cierta mueca de malicia en su sonrisa ladeada. Así sonreía cuando algún “trabajito” le salía bien. Cuando estuvo a su lado, ni siquiera se sentó. Sólo se agachó para hablarle al oído y extrajo un papelito arrugado del bolsillo del jean. “Ya está todo preparado. El Gitano lo espera en esta dirección. Vaya ahora mismo”. Y se marchó tan gallardamente como había llegado.

La cena fue amena. Se dijeron cosas que nunca se habían dicho. Y ambos comprendieron cuán poco sabía uno del otro. Ella estaba triste, muy triste detrás del maquillaje. Él siempre había sido un padre excepcional, buen marido y buen tipo. Era lógico que aun lo quisiera. Pero el amor era otra cosa. Él, en cambio, se colocó la coraza y, sin resultar huraño ni mucho menos agresivo, se escudó tras los fríos análisis de situación. Llegado el momento, fue directamente al grano y, lápiz y papel en mano, esbozaron el acuerdo.

Así como el Piraña era un tipo de temer, el Gitano era un hombrecito francamente despreciable. El local donde trabajaba era un sucucho maloliente lleno de frascos y bidones, desperdicios, probetas y cajones, entre los que se filtraban vapores espesos y líquidos aceitosos. Era pelado, diminuto, con la cara cubierta de granos pustulentos que amenazaban con estallar en cualquier momento y salpicar al interlocutor. Al abrir la puerta, su rostro se rajó en una sonrisa repugnante que exponía impunemente unos dientes corroídos por la nicotina y la descalcificación. Era hombre de pocas palabras. Tras la presentación de rigor, se dirigió hacia una alacena ubicada en el fondo del local, mientras recitaba con monotonía las virtudes de la tanatina. El estante estaba atestado de frascos y frasquitos del tamaño y del color que se desease. El Gitano hurgó durante algunos segundos y, al encontrar el recipiente buscado, cerró nuevamente la puertita y le echó llave. Cuando estuvo otra vez a su lado, juntó las huesudas manos y expuso entre ellas el frasquito, casi con devoción. Una vez más le brotó una sonrisa, todavía más desagradable que la primera. Él se apresuró a pagarle la suma convenida y, tras arrebatarle el frasquito, lo asió contra su pecho y prácticamente escapó de aquel lugar, mientras el Gitano le aconsejaba gritando: “No olvide ponerlo en algo dulce, para que se disimule el gustito amargo”.

La comida había estado maravillosa y no les había resultado difícil llegar a un buen acuerdo. El plan se estaba desarrollando según lo previsto. Él se levantó para traer el postre. Ella se ofreció a ayudarlo, pero él se negó (por supuesto) y la instó a poner un poco de música. “Nos vendría bien algo alegre”, dijo. En la cocina, colocó las porciones de helado sobre la mesada y buscó el recipiente plástico que había escondido. Roció unas gotas de tanatina sobre una de las porciones y vertió el resto sobre un trozo de pan duro que lo absorbió con rapidez. Colocó el pan dentro de una bolsita y lo arrojó al bote de la basura. Lavó bien el recipiente y también lo arrojó entre los desperdicios. Acto seguido, roció ambos helados con cognac, les hizo dos copitos de crema chantillí y decoró el de ella con una cereza. En ese preciso instante, ella entró en la cocina para darle una mano, pero ya todo estaba preparado para el gran final.

Mientras comían el postre, fueron como viejos amigos. Había ternura en sus miradas y dulzura en sus palabras. Él comprobó cuánto la amaba. No podía soportar el dolor de verla con otro hombre. Comió un bocado de helado y supo que hacía lo correcto. Por primera vez pensó en los chicos. Seguramente sufrirían, pero iban a sobrevivir. Este tipo de golpes fortalecen. Sin ir más lejos, su propio padre había muerto cuando él tenía catorce y había podido llegar a adulto sin mayores contratiempos. Su padre hubiera aprobado su proceder. Porque era lo correcto.

El dolor lacerante fue repentino. Algo desconocido le oprimía el pecho y le impedía respirar. Sólo pudo balbucear “Me muero” y en pocos segundos todo acabó. Su cuerpo cayó sobre la mesa. Los restos del helado se embadurnaron en la camisa blanca. De la nariz brotó un hilito de sangre y sus ojos quedaron para siempre fijos en la nada.

Cuando llegó la ambulancia, los médicos constataron que ya no había nada por hacer, a pesar de los gritos histéricos de ella, que les reclamaba un milagro, sin comprender lo que había sucedido.
Víktor Huije.
Buenos Aires, Octubre de 1997.


miércoles, 13 de junio de 2012

Cambiar preguntas para donar sangre











Mañana, 14 de junio, es el Día Mundial del Donante de Sangre y me parece pertinente traer a colación el tema. Sobre todo después de haber leído un artículo (a mi juicio cuestionable) en el diario Clarín de ayer, de título "No cambiar preguntas para donar sangre" y con la autoría del señor Fabián Romano, titular de la Comisión para la Promoción de la Donación de Sangre de la Asociación Argentina de Hemoterapia e Inmunohematología.

Es ya una verdad de Perogrullo eso de que "la ciencia no tiene ideología". El problema es que lo que no se tiene en cuenta ante tal aseveración es que los científicos SÍ la tienen. Claro que a veces es difícil discernir donde termina la objetividad científica para dar paso a la subjetividad ideológica.

En el caso de este señor, autor del artículo, es bueno que haya iniciado el texto aseverando que "el criterio para la selección de donantes de sangre continúa siendo un tema de controversia". En eso creo que estamos todos de acuerdo. Lástima que, después, asegure que el cuestionario y la entrevista pre-donación no son discriminatorios. Cuestión en la que opinamos de forma diametralmente opuesta.

Los argumentos para confrontar sus aseveraciones son, a mi criterio, bastante simples y hasta trillados. Los hubiera expuesto en la misma página del diario pero, lamentablemente, tal como sucede muchas veces con artículos de opinión "controvertida", no se habilitaron los comentarios de lectores. 


En primer lugar, NO existen GRUPOS de riesgo sino PRÁCTICAS de riesgo, cosa que cansa un poco tener que repetir una y otra vez, sobre todo frente a planteos provenientes de una persona que supuestamente debería estar al tanto de estos detalles.

A ver: Si yo soy varón homosexual y tengo una conducta erótica en la que el correcto uso del preservativo es lo esencial, no veo la razón por la cual no pueda donar sangre y se me trate de manera diferente a la que se prodiga a un varón que gusta de las mujeres. Por oposición, si soy varón heterosexual y jamás en mi vida he usado un condón o no tengo claros los cuidados necesarios para utilizarlos como corresponde, MI PRÁCTICA (y no mi orientación sexual) pudo haberme expuesto a una infección que hipotéticamente podría ser transmitida a través de una transfusión de sangre. Entonces, señor Romano, ¿a qué viene tanto interés por saber con quién me acuesto?

Análisis semejantes podrían hacerse en el caso de que se tratara de mujeres y en el caso de la mayoría de los puntos de ese extensísimo cuestionario que indaga la intimidad de los postulantes a donación. En todos, el resultado sería el mismo: no hay razón para tan bochornosa falta de respeto hacia la persona que voluntariamente acude a poner en acto su solidaridad.

No es muy difícil imaginar que, ante una intervención quirúrgica o una enfermedad grave que demande transfusión de sangre, la familia del futuro transfundido suele afrontar una gran presión, la cual es directamente proporcional al número de donantes reclamados por la institución de salud. Esta presión se traduce en llamados angustiados, súplicas o incluso entrega de dinero (ya que los mercaderes miserables nunca faltan, y suelen tener gran actuación cuando la desesperación es extrema, aun cuando se trate de un delito penado por la ley) con el solo fin de obtener el tan preciado fluido en la cantidad solicitada. De modo que, no es para nada sorprendente que, llegado el momento del cuestionario y ante la necesidad de donar, la gente sencillamente MIENTA. ¿Cómo va a hacer el señor Romano para saber a ciencia cierta cuál es mi orientación sexual, o si me acosté con veinte prostitutas o prostitutos, o si me drogo, o...? ¿Cómo, señor Romano? Ciertamente, un simple cuestionario no es garantía de nada y lo que este y otros muchos señores y señoras buscan no es otra cosa que disfrazar sus propios prejuicios bajo la fachada de la precaución epidemiológica.

Por otro lado, el señor Romano argumenta que el testeo de la sangre extraída no es suficiente para cubrir el denominado "período de ventana", lo cual podría ponerse en duda en vista de que existen en la actualidad los llamados "testeos rápidos" (pero esa es una discusión que puede quedar en suspenso dado el elevado costo de los mismos y la poca probabilidad de que el Estado lo instituya como método habitual de verificación, al menos de momento en la Argentina). Lo que el señor Romano NO dice es que el cuestionario tampoco soluciona el problema generado por el período de ventana.

¿Entonces el problema del período de ventana no tiene solución? No lo sé. O mejor dicho: sí lo sé pero no es ese el objetivo que persigue mi planteo y desarrollar el tema en profundidad ameritaría un artículo completo.

Lo que debería preguntarse el lector (y pido perdón si mi "sugerencia" puede resultar imperativa) es "¿Por qué la supuesta imposibilidad de lidiar con el período de ventana se la endilgan exclusivamente a la comunidad homosexual, si es algo que puede ser atribuido también a los heterosexuales? ¿Por qué los heterosexuales son excluidos, deliberadamente y sin más trámite, de su potencialidad de transmitir infecciones a través de la sangre?". Cada quien puede tener su propia respuesta. La mía es: por prejuicio, señor Romano, solo por un prejuicio que incluso podría ser llamado homofobia. Humano pero discriminatorio y, en consecuencia, reñido con las leyes vigentes.

Hasta donde yo sé, Argentina es, junto a Uruguay, Costa Rica y España, uno de los poquísimos estados en el mundo que cuentan con un sistema público de donación de sangre y en lo personal me enorgullezco de que mi país forme parte de esa virtuosa tetrarquía. Por esa razón, ante el proyecto presentado por el bloque radical tendiente a modificar el cuestionario "cuestionado", me uno (a mi modo) al reclamo que hace el mismo Romano en su frase final: insto a los legisladores a estudiar exhaustivamente el caso, de manera que la nueva ley nos prive felizmente de semejante caso de discriminación institucionalizada.

Esto es todo por hoy. Desde las callecitas de la siempre misteriosa Ciudad de la Santísima Trinidad y Puerto de Nuestra Señora de los Buenos Aires se despide Víktor Huije, un cronista de su realidad que vería con buenos ojos que una Comisión para la Promoción de la Donación de Sangre se dedicara justamente a eso, a promover la donación, y no a poner obstáculos discriminatorios basados en la pura ideología. Sería una excelente manera de honrar la tarea para la que fue conformada.


miércoles, 2 de mayo de 2012

Justin Fashanu mártir



Recuerdo a José Sacristán en aquella maravillosa serie de TVE, “Gatos en el Tejado” (1988). Manolo Beltrán, su personaje, era un cómico de tv abatido por las vicisitudes de la vida, un hombre que (como tantos otros) debe afrontar la muerte de su esposa, la conflictiva relación con sus hijos y la intempestiva aparición de un padre abandónico, interpretado magistralmente por el mejor Alberto Closas. Si la serie hubiera contado con los adelantos tecnológicos y comunicacionales de la actualidad, no cabe duda de que cundirían hoy las páginas de Facebook armadas por sus fans, los blogs y las respectivas aplicaciones recordando las magistrales frases que destilaba el humor ácido del protagonista.

“La vida es como la escalera del gallinero: cortita y llena de mierda”

Cosas así solía decir Manolo Beltrán. Y a lo largo de estos años (¡mierda! ¡24!) en más de una oportunidad me aferré a esa certidumbre engañosa que puede llevarnos a errores difíciles de remediar. Porque nadie me va a negar que, cuando uno está con la angustia hasta el cuello, la comicidad corrosiva de las tablas puede adquirir dimensiones aplastantes de realidad.

Probablemente, muchos entre quienes lean estas líneas habrán de ignorar por completo quién ha sido Justin Fashanu. Yo mismo lo ignoraba hasta hace algunos días, cuando leí su historia en uno de los blogs que frecuento.

Justinus Soni "Justin" Fashanu era acuariano como yo, nacido en febrero de 1961, hijo de un abogado nigeriano afincado en el Reino Unido. Imagino que allí empezaron sus amarguras: no debía resultar sencillo ser negro en la Inglaterra de los sesenta. Y mucho menos sencillo habrá sido cargar con el estigma de ser abandonado por sus padres luego de una separación. Justin vivió en un orfanato hasta los seis años, cuando él y su hermano Jhon fueron entregados a una familia adoptiva que los llevó a Norfolk. No se sabe bien cómo fue su vida durante esa época, pero sí que el adolescente Justin tenía mucha adrenalina por descargar y supo hacerlo a través del boxeo, deporte que practicó durante algunos años con calidad destacable. Sin embargo, a los dieciséis, influenciado por Jhon, empezó a entrenar en el Norwich City Football Club, siendo su desempeño tan peculiar que fue contratado como jugador profesional y debutó a comienzos del '79, cuando le faltaban semanas para cumplir los 18 años. Era la gloria. Pero pasajera. Se transformó en el jugador estrella del Norwich City y en apenas dos años de actuación fue transferido al Nottingham Forest, convirtiéndose en el primer jugador negro de un millón de libras. Seguro que Justin sintió que tocaba el cielo con las manos y cualquiera se hubiera sentido así. Pero, si nos atenemos a la frase de Manolo Beltrán, nunca deberíamos bajar la guardia.

La vida en el Nottingham no fue tan maravillosa como parecía. Había un detalle que, en el mundo del fútbol, aún hoy no es menor: a pesar de los estereotipos, de su pasado como boxeador y de la rudeza que la figura de Justin irradiaba, Fashanu era homosexual.

Claro que este tipo de asuntos pueden mantenerse en el plano de lo privado y no traer mayores inconvenientes, más allá de la autorrepresión y el consiguiente sentimiento de frustración por no poder mostrarse ante el mundo tal cual uno es. Pero ese tipo de actitudes no es para cualquiera. Algunos llevan en su alma el germen de la rebelión y asumen su ser ante el mundo, más allá de los golpes y las imposiciones.

Justin comenzó a frecuentar bares gay y parece que no tomó los recaudos necesarios porque la noticia llegó enseguida a oídos de Brian Clough, el entrenador del Nottingham, quien no se destacó precisamente como defensor de las libertades civiles. A lo largo de los meses siguientes y con varias discusiones de por medio (por cierto, subidas de tono), Clough le hizo a Justin la vida imposible e incluso llegó a prohibirle que entrenara con el resto del equipo. La fractura de la relación fue tan fulminante que, a poco más de un año de haber ingresado en la institución, Justin fue vendido al Notts County por sólo 150.000 libras. De allí en más, su carrera como futbolista deambuló entre diversos clubes de Inglaterra y también Norteamérica, con buen desempeño muchas veces, pero sin continuidad.




En 1990, en una entrevista para el diario británico The Sun, el tabloide de habla inglesa más leído en el mundo, se declaró públicamente como homosexual, siendo el primer futbolista de renombre que asumió semejante riesgo. El reportaje incluía detalles sensacionalistas que luego fueron desmentidos por el mismo Fashanu pero, de todos modos, el escándalo adquirió pronto dimensiones espectaculares y al futbolista le llovieron las críticas y las condenas, incluso por parte de su propio hermano. La hostilidad de sus colegas y los insultos que le propinaban los hinchas dejaban bien a las claras que los homosexuales no eran bienvenidos en el mundo deportivo. Por supuesto que esta entrevista y otras varias posteriores le valieron a Fashanu un dinero extra para nada despreciable, pero él mismo declaró alguna vez que mucho más dinero le habían ofrecido para que no saliera del armario. Supongo que habrán sido gentes que podrían haberse visto perjudicadas por la sinceridad del jugador. Gentes conocidas por todos seguramente, de esas que suelen moverse mejor en medio de la hipocresía y la doble moral.

Desde aquel año, por más que Fashanu se mantuvo en plena forma, ningún club cruzó los límites impuestos por el prejuicio para ofrecerle un contrato a tiempo completo. Ni siquiera un romance inventado con una actriz británica “sospechada” de lesbiana pudo “lavar” su imagen. Jugó en equipos menores de la liga inglesa, en Escocia, en Suecia, EUA e incluso en el ’97 pasó por Australia, antes de regresar nuevamente a Norteamérica donde planeaba finalmente anunciar su retiro definitivo del fútbol. Tenía ya 36 años.

El 25 de marzo de 1998, un jovencito de 17 años se presentó ante la policía de Maryland para denunciar abuso sexual por parte del futbolista. Como era de esperar, Fashanu fue citado a declarar. El 3 de abril de ese año, hizo su descargo ante las autoridades, tras lo cual armó las maletas y regresó a Inglaterra. Claro, los grandes titulares de la prensa ya habían hecho lo suyo, inventando detalles sobre una supuesta detención del jugador y una acusación formal por agresión sexual en segundo grado. Una investigación posterior demostró que, de hecho, nunca había existido una orden de detención para Fashanu y que la policía de EUA había abandonado la investigación por falta de pruebas.

En la noche del 2 de mayo de 1998, Justin Fashanu se ahorcó en un garaje de Londres. En uno de sus bolsillos se encontró una nota que decía:

“Me he dado cuenta de que ya he sido condenado como culpable. No quiero ser más una vergüenza para mis amigos y familia. Espero que el Jesús que amo me dé la bienvenida y finalmente encuentre la paz”.

Qué más se puede decir ¿verdad? La historia habla por sí sola.




Esto es todo por hoy. Desde las frescas callecitas de la siempre misteriosa Ciudad de la Santísima Trinidad y Puerto de Nuestra Señora de los Buenos Aires se despide Víktor Huije, un cronista de su realidad que, aun siendo ajeno al mundo de los deportes en general y del fútbol en particular, puede darse cuenta (con profunda pena) que cumplidos hoy catorce años de este lamentable hecho todavía las cosas siguen como entonces. La homofobia más cerril sigue reinando en la canchas y el podio de Justin Fashanu solo es compartido por el sueco Hysen Antón, otro valiente que, por el solo hecho de haberse mostrado al mundo sin hipocresías, merece la gloria y el reconocimiento de quienes bregamos por un mundo mejor. Que al fin y al cabo, la frasesita de Manolo Beltrán no es más que un buen chiste de quienes ven siempre el vaso medio vacío.


viernes, 27 de abril de 2012

Violencia solapada



En esta ciudad nuestra (la de Buenos Aires digo) hay ciento de miles de historias. Algunas importantes que merecen titulares en los medios. Otras insignificantes. Algunas que vemos. Otras que imaginamos... Y muchas que vemos y no nos importan (por miles de razones). La que sigue está recién salidita del horno. Sucedió hace unas horas frente a la Plaza Flores, cuando estaba anocheciendo.

El hombrecito andaba rengo vaya a saber por qué. Era una bolsita de huesos que apenas superaba el metro y medio. ¿Edad? Indeterminada: más de veinte y menos de ciento cincuenta. Empezó a cruzar la Avenida Rivadavia por el medio de la calle como quien no quiere llegar a la otra vereda. Yo lo miraba casi de frente y lo vi surfear entre los autos con su andar de péndulo, gritando y gesticulando como loco que lo lleva el diablo. Me bastó con mirar fugazmente en dirección a sus gestos para completar la escena: un colectivo de la línea 133 levantaba pasajeros en su correspondiente parada. Seguramente el hombrecito temía perderlo y por eso emprendió la arriesgada travesía pasando por alto las sendas peatonales. Fueron décimas de segundo lo que duró mi distracción mirando el colectivo. Cuando mi atención regresó con el hombrecito pude ver cómo una camioneta le golpeaba el brazo izquierdo y, en el sacudón tremendo, su gorra azul volaba tras el vehículo que casi lo había atropellado. Él no pareció inmutarse. Como robotizado y esquivando a los demás autos con extraña pericia, fue detrás de su gorra con su melena renegrida y pegoteada al descubierto. Yo, que tampoco estoy exento de prejuicios, imaginé cuántos días llevaría esa cabeza sin lavarse... y hasta pude oler el sudor rancio que emanaba de su cuerpo, sin contar con el don especial que hubiera necesitado para ello. El hombrecito recuperó su gorra a unos veinte metros, se agachó para recogerla del asfalto y otro auto estuvo a punto de llevárselo puesto cuando se erguía. Entretanto, el último pasajero ya estaba a punto de subir al colectivo, razón por la cual el hombrecito retomó el plan primigenio y empezó una vez más con los gritos y los gestos para llamar la atención del colectivero. Cuando pudo por fin llegar a la vereda, el colectivero cerró la puerta y arrancó. Los demás vehículos que circulaban por la avenida y el corte del semáforo de la esquina le impidieron recorrer más de veinte metros. Siempre a puertas cerradas. Fue así como el hombrecito corrió una vez más y golpeó tímidamente el vidrio de la puerta plegadiza del colectivo y suplicó al chofer que lo dejara subir al vehículo. Incluso le mostró las moneditas con las que iba a pagar el pasaje. Llevaba una camperita de nylon roja, muy liviana, y a través de una gran tajo lateral podía verse que debajo no había nada; solo pellejo adherido a la osamenta. Y hacía frío.

El chofer se mantuvo en sus trece y no abrió la puerta. El hombrecito resignado se dejó caer sobre el cordón de la vereda y ahí permaneció sentado unos segundos. El colectivo había vuelto a moverse pero el tránsito a esas horas es muy pesado y no tuvo más que detenerse una vez más antes de llegar a la esquina. Al ver esto, el hombrecito volvió a la carga. Como si el frío del anochecer no le hiciera mella, se levantó como resorte y corrió tambaleante hasta ponerse una vez más junto a la puerta de acceso al colectivo. Golpeó una vez más el vidrio. Un poco más decidido esta vez. Pero el resultado fue el mismo: la puerta continuó cerrada.

Entonces con un gesto de hartazgo, bajó los brazos y enfiló nuevamente con su pata mocha hacia la parada.

Pasaba junto a mí cuando alguien gritó "Eh, flaco" entre el tumulto de los bocinazos. Instintivamente se dio vuelta el hombrecito, seguro de que ese llamado era para él. Y no se equivocaba. Yo también giré mi vista en dirección a la voz que lo llamaba. Dos señoras y el adolescente que había gritado, bien vestidos ellos, se disponían a abordar el colectivo de la línea 133 al que el hombrecito parecía no tener acceso.

La escena que siguió duró apenas unas décimas de segundo. El rostro sucio del hombrecito se iluminó fugazmente y su pierna mocha intentó moverse para dar el primer paso. Pero de inmediato una sombra lo oscureció aun más de lo que ya era y cualquiera que tuviera una pizca de sensibilidad habría podido descubrir en su mirada la huella inconfundible de la desolación. Chasqueó los labios, dejó caer los brazos otra vez y bajó la cabeza. Permaneció allí unos segundos como un muñequito de trapo sostenido de la nada y después reemprendió la marcha oscilante hacia la parada. El colectivo arrancó y, esta vez sí, se sumó a la fluidez del tránsito y desapareció rumbo al centro.

Eso es todo por hoy, amigas y amigos. Desde las frías callecitas de la siempre misteriosa Ciudad de la Santísima Trinidad y Puerto de Nuestra Señora de los Buenos Aires se despide Víktor Huije, un cronista de su realidad que no ignora que hay mil formas de abatir a un ser humano. Miserable aquel que golpea sin arriesgar la cara...


Novelas de Carlos Ruiz Zafón