sábado, 14 de junio de 2014

De padres y de hijos

En vísperas del Día del Padre y habiendo tenido tres (a falta de uno), la lógica indicaría que estas líneas me llevaran al amoroso recuerdo de al menos uno de ellos. Sin embargo, me acuerdo de mi madre.

Será seguramente que ninguno de los tres tuvo méritos suficientes como para ocupar un sitio destacado en mi memoria.

Mi bisabuela solía decir que "no siempre abulta lo que abunda" y, en este caso, doy fe de que haber tenido tres padres no ha redundado en beneficio alguno. No obstante, como la misma benemérita viejita solía decir: "todos servimos para algo, aunque más no sea como mal ejemplo".

Del que puso la semillita aprendí que la biología tiene poco y nada que ver con el amor y que el abandono algunas veces puede resultar una ventaja, aun cuando esté fundado en un rancio egoísmo y en una furibunda cobardía.

Del que puso el apellido aprendí que los fantasmas existen; que no todos habitan Canterville y hasta pueden ser simpáticos como Casper (en tanto permanezcan enfrascados en su ectoplasma, claro está).

Del que puso el dinero aprendí que la presencia y la cotidianeidad no son suficientes y, tal vez, ni siquiera necesarias. Si uno no tiene la voluntad de asumir el rol a pie juntillas, de nada sirve que se aprenda los parlamentos. Salir por las mañanas y regresar por la noche para pagar las cuentas, hacer el asado los domingos y encadenarse después a la tele para ver el fútbol pueden ser méritos insuficientes a la hora de evaluar paternidad.

Uno aprende aunque no quiera. Pero aprender no significa necesariamente poner en práctica lo aprendido. Esto de vivir suele ser tan complejo que los errores y las incapacidades andan siempre a la pesca del incauto. No es que sean mala gente, tienen su laburo y para eso están. Somos nosotros los que deberíamos estar atentos para prevenirnos.

Como padre, creo que no he sido y no soy mucho mejor que los tres que me tocaron en la repartija. Tal vez, a la hora de los reclamos, sea una ventaja para mis hijos el hecho de ser uno solo. Por lo demás, también he estado lejos, he sido (y soy a veces) una sombra y, si de cuentas se trata, mis arcas jamás han rebosado.

En mi defensa alegaré que siempre los he amado (con todas las imperfecciones de mi precaria humanidad) y que casi nunca les mentí.

Respecto de lo primero (curiosamente) tengo poco que decir. Por lo general, cuando uno habla mucho del amor corre serio riesgo de meter la pata. Si algo he aprendido de la vida en mis diez lustros es que prefiero ponerlo en práctica antes que relatarlo.

En cuanto a lo segundo, nunca se me ha dado bien eso de mentir. Por eso, cuando no tuve el coraje de hablar con la verdad ante mis hijos, al menos tuve la decencia de dejar la puerta abierta para que ellos mismos fueran por ella. A los pobres les ha tocado un padre que, más que padre, parece una mansión embrujada llena de habitaciones oscuras, muchas de las cuales ni yo mismo he explorado todavía. Pero ninguna cerrada a cal y canto. Por ahí no es agradable lo que encuentren, pero ahí está, listo para que revuelvan si quieren revolver. Pasen y vean. No soy tan mala gente, así que lo que encuentren (sea lo que sea) para algo va a servir.

Hace un tiempo, recordando sus infancias y mis métodos tan peculiares para imponer disciplina en el hogar, Lukas me pidió (con esa sonrisa cristalina que le es tan propia) que alguna vez le dejara por escrito un decálogo de las cosas que hay que hacer para criar un hijo. Tal vez fue solo una broma y él ya ni recuerde que fue capaz de tan descabellada solicitud. Pero para mí fue un halago. Uno enorme. Tan gigantesco como inmerecido. Si existiera ser humano capaz de hacer semejante cosa, seguro que no soy yo. Y no es falsa modestia. Tal vez sí algo de insatisfacción, de ilusiones frustradas y un poquito más de culpa (sentimiento que reservo pura y exclusivamente para ellos dos). En el momento no tuve el coraje de dejarle todo esto en claro (he ahí otra habitación a oscuras que espera a ser explorada, hijito) pero cualquier sicoanalista de café puede darse cuenta de que todavía me resuenan las palabras en la mente.

En otra oportunidad, tomando helados en Morón y en medio de una conversación que no viene al caso detallar, fue Lara la encargada de plantar posiciones en el tema. "Cuando yo era chica, si mi papá decía que NO, yo sabía que era NO y no había vuelta", dijo. Lo dijo con firmeza y (diría yo) casi con orgullo. Con un estilo diferente al de su hermano y tal vez sin darse cuenta (aunque sacaría el "tal vez" porque seguro que, si se hubiera percatado, no lo habría expresado con tanta vehemencia), me estaba diciendo: "Todo bien, viejo, no había otra". Y es cierto que no había otra. Que no hay otra.

Porque el decálogo que me pedía Lukas es, en realidad, innecesario. No hay diez reglas a seguir sino una sola: A LOS HIJOS HAY QUE AMARLOS. Tan sencillo, tan difícil y tan cursi como eso: SOLO AMOR.

De ahí en más, cada quien sabrá hacer los ajustes que considere necesarios de acuerdo a su propio estilo. Recomiendo, eso sí, el uso permanente de un piloto al que todo le resbale, porque las críticas externas jamás han de cesar, se haga lo que se haga. En mi caso, las sugerencias serán siempre bienvenidas pero los reclamos solo están habilitados para los dos interesados y para la única persona con la que comparto responsabilidades.

Esto es todo por hoy. Desde las frías callecitas de esta mágica Ciudad de la Santísima Trinidad y Puerto de Nuestra Señora de los Buenos Aires, se despide Víktor Huije, un cronista de su realidad que, en la víspera del Día del Padre, opta por no llorar por la leche derramada y recordar las palabras de su madre, cuando decía:

Si la vida te hizo mal, 
metete un dedo en el culo 
y cantá el tango "En Carne Propia".




Novelas de Carlos Ruiz Zafón