lunes, 12 de enero de 2009

¡Qué bien que estábamos cuando estábamos mal!



En cierta oportunidad alguien me preguntó sobre la diferencia entre las parejas heterosexuales y las parejas gays. Yo le respondí con una anécdota personal.

Sábado por la tarde. Mi marido acababa de comprarse un celular nuevo con todos los chiches y estaba fascinado. Yo tenía que salir y él estaba tirado en la cama tocando toooooodos los botoncitos e investigando toooooodas las aplicaciones del flamante aparato.
- ¿Viste mis llaves? No las encuentro. -pregunto yo.
Él no me responde.
- ¿Las viste? -insisto.
- ¿Eh? -reacciona pero sin apartar su mirada del celu.
- Si viste mis llaves. Que tengo que salir y no las encuentro.
- No. No las vi. -seguía sin apartar la vista de la pantallita- ¿Te fijaste sobre el equipo de audio?
Yo, que justamente estaba junto al equipo y casualmente apartando todas las porquerías que solemos almacenar sobre él para fijarme, le respondí que no.
- Entonces no las vi...
Y siguió con su telefonito.
Pasaron cinco minutos, yo aun buscaba y él continuaba con su labor investigativa como si de la cura del sida se tratara. Entretanto mis comentarios no cesaban: "¿Dónde pude haberlas metido? Imposible que las haya olvidado en algún otro lado. Fui yo el que abrió la puerta cuando llegamos ¿no?".
Pasaron diez minutos más y la situación no cambiaba. Hasta que se me ocurrió que tal vez estuvieran entre las sábanas, razón por la cual se hacía indispensable que él se moviera para que yo pudiera desarmar la cama. Obvio que en principio se negó (la visión del teléfono ocupaba toda la ram de su sistema y cualquier otra solicitud de memoria se vería restringida hasta que terminara el proceso) pero como el tiempo me urgía me puse firme y logré que suspendiera la divina adoración y regresara a la realidad. Fue entonces cuando devino el tsunami:
- ¿Dónde estarán esas llaves de mierda? -mascullé al borde del ataque de furia.
- Ah... ¿tus llaves estás buscando? Yo las puse en el mueble de la cocina, en el cajón de los cubiertos...
En ese momento no pude plasmarlo en mi conciencia pero luego llegué a preguntarme cómo uno puede llegar a odiar tanto a alguien que ama. Estoy seguro de que los ojos se me inyectaron de sangre asesina, que el rostro se me puso violeta, que las manos me temblaban, crispadas, ardiendo en ansias de saltar sobre su cuello y apretar y apretar hasta ver su lengua morada...
Pero como soy un hombre adulto y a cada momento tengo presente que lo amo y que nadie me obligó a convivir con la versión vernácula de Homero Simpson, me limité a escupirle a la cara un reproche que ya forma parte del folcklore al que recurre el machismo cuando se burla de las mujeres:

- ¡¡¿Ves que NUNCA me escuchás cuando te hablo?!!

Es decir que, según mi modesta experiencia (que incluye haber convivido también con una mujer a lo largo de once años, nueve de ellos muy felices), casi no hay diferencias entre las relaciones de pareja heterosexuales y las gays. Tal vez haya en nuestro caso una distribución más democrática respecto del uso del control remoto... Si los talles coinciden, puede unx descubrir que en pareja tiene el doble de ropa que cuando estaba solx... Que en el caso de los varones el sexo oral puede llegar a ser más copado, puede ser... No sé, creo que cualquiera de los lectores podrá dar algún otro ejemplo, pero estoy seguro que no será una diferencia de fuste, de esas que dividen las aguas. Porque lo que en realidad sucede es que, tanto lxs heterosexuales como nosotrxs, somos ante todo seres humanos, personas pasibles de encarnar las más excelsas virtudes y los más execrables defectos. Ni mejores ni peores. Y nuestras relaciones de pareja se rigen por las mismas normas que dominan el devenir de un matrimonio entre hombre y mujer.

Esa es la teoría, un extenso y (creo) entretenido prefacio.

Ahora vuelvo a recurrir a mi experiencia personal y no puedo soslayar una peculiaridad que marcó todas mis relaciones con otros varones (menos con uno... y no voy a decir de quién se trata). Hablo de la vinculación entre el amor y el dinero.

Yo soy de los tiempos en que se enseñaba el "contigo, pan y cebolla" y sé que funciono muy bien en épocas de escasez. Los casi diez lustros que cargo sobre los hombros me han llevado a través de todas las vicisitudes posibles y no han sido pocas las ocasiones en que mi deporte favorito era el de correr la coneja. Tampoco es que hayan raleado las temporadas de tirar manteca al techo. Lo que quiero decir es que mi fortuna (y al vil metal me estoy refiriendo) ha sido caprichosa y bipolar.

Reza el dicho que a lo bueno todos se acostumbran, pero lo malo es que también suele perderse la memoria. Y a los gays esto es algo que suele sucedernos bastante a menudo. Sé que me muevo en un campo demasiado lindante con el prejuicio pero expreso en estas líneas mi opinión, habida cuenta de que esto no es una tesis científica ni mucho menos.

El comienzo de una vida en común es siempre compleja. Ya sea que unx parta de cero o no, el montar un hogar no puede menos que aparejar ciertos ajustes que se irán subsanando con el paso del tiempo. Hay personas para las cuales es mucho más sencillo bancarse los pedos o el mal aliento del otrx que el no poder comprarse el jean de marca o no poder ir a Amerika todos los finde (ejemplos intencionalmente prejuiciosos). Pero cualquiera sea la postura que se tome ante el hecho de las privaciones, en esa primera época unx suele disimular. El amor tiene esas ternuras que nos llevan a disfrutar de una trasnoche de sábado frente a la tele o de unos buenos mates a falta de cena. Ahí es cuando yo me siento como pez en el agua. Me lo banco como un duque (en el caso en que haya algún duque que se banque la pobreza) y miro para adelante con esperanza. Suelen ser épocas en las cuales cada unx aporta lo que tiene y, aunque no alcance, todo se soluciona con una sonrisa y... noches de sexo desenfrenado (que para eso no hace falta plata).

El tema es que la situación mejora. O empeora, según se lo vea.

Tarde o temprano, alguno de los dos hecha buenas y recibe un aumento, o consigue un mejor empleo, o ya logramos comprar todo lo mínimo indispensable como para empezar a darnos algunos gustos. Es ahí cuando, sórdida y gatuna, aparece la competencia y nos olvidamos de los buenos tiempos en que nos sacábamos el pan de la boca para saciar el hambre de nuestro amorcito. Como por arte de magia, alguno de los dos se convierte en el macho alfa (o la hembra, según sea el caso), asume el rol de proveedor en virtud de sus mayores ingresos y empieza a imponer condiciones que no estaban en el contrato inicial. Y en eso las maricas somos mandadas a hacer:


- Me rompo el culo trabajando y no tengo ni un pantalón decente para ir a la oficina.
- Momentito, momentito. Que vos todas las semanas te aparecés con una pilcha nueva y yo no sé lo que es entrar a una tienda de ropa desde hace dos años.

- Estoy harto de que yo sea el único que rema para que salgamos adelante.
- ¡Epa! Que yo aporto lo mío, eh. Mi sueldo no es tanto como el tuyo pero nunca lo despreciaste a la hora de ir al super.

- Es que vos no tenés un proyecto profesional.
- Ah, bueno, me lo dice uno que se gana el mango atendiendo teléfonos y cuya "profesión" consiste básicamente en lograr que los clientes no se den cuenta de que la empresa los está cagando.

Y demás discusiones por el estilo.

Por eso, yo soy de la idea de que el dinero lo arruina todo. Tal vez no necesariamente porque seamos gays. La lógica indica que estas actitudes deben abundar en todas las parejas, cualquiera sea la identidad de género de sus integrantes y con sus propios matices. El caso es que a mí no me sucedió con mi ex esposa (con quien en ese sentido nos manejamos siempre solidaridariamente) y sí con mis parejas varones (menos con uno). ¿Casualidad? No lo creo. Tengo la fuerte sospecha de que los gays tenemos una dosis de competitividad, aires de diva superficial y egoísmo algo superiores a la media hétero. Y con esto me estaré poniendo en contra a más de unx. Lo sé. Claro que también sé que hay de todo en esta viña del señor (si se me permite la expresión tan chupacirios) y habrá seguramente honrosas excepciones. Mi caso (tal vez no tan honroso) puede ser una de ellas. Y mi buen trabajo me da mantener la firmeza de mis ideas sin traicionarme. Hay que ser muy macho para bancarse la expresión de mis amigxs cuando les digo con convicción que la plata no trae la felicidad. O cuando me pongo a favor de los piqueteros... La pobreza jamás será un buen tema de conversación en una mesa gay. Sobre todo cuando algunx de lxs presentes ha tenido que zurcirse alguna vez las papas de las medias. Imaginen entonces qué sucederá en el seno de la pareja cuando unx de lxs dos empieza a sentir que la persona con la que comparte la cama le está metiendo la mano en el bolsillo. O lo que termina siendo lo mismo: que unx de lxs dos note que ya no tiene ingerencia en las decisiones económicas. Yo les cuento lo que sucede: se va todo al joraca. No conozco una sola pareja gay que haya sobrevivido a esta peste.

De todos modos, no me tomen demasiado en serio. Es MI experiencia y cada cual tendrá la suya. Tal como dije, estas líneas son apenas un disparador y no voy detrás de ninguna verdad absoluta. ¡Líbrenme los cielos de semejante pretensión! Nuestras vidas ya tienen demasiadas de esas cosas.


Esto ha sido todo por ahora. Desde las callecitas de la siempre misteriosa Ciudad de la Santísima Trinidad y Puerto de Nuestra Señora de los Buenos Aires se despide Víktor Huije, un cronista de su realidad cuyos recuerdos más gratos abreban en el manatial de la carencia.


lunes, 5 de enero de 2009

Memorias del corazón


Entre quienes me conocen no falta el o la que me tilda de "pensante", cuando en realidad soy un ser esencialmente "sintiente", si se me permite el neologismo. Lo que sucede es que la mayoría de las personas tenemos la tendencia a simplificar y a quedarnos con el análisis superficial. En mi caso, dicha falta de profundidad se ve plenamente justificada ante la ausencia de vetas dignas de estudio pero hay muchas personas que merecerían ser conocidas más a fondo. Y no viene a cuento dar nombres.

El tema es que pocas veces ahondamos en los hechos y solemos contentarnos con el título de la noticia y eventualmente asomarnos al copete.

Yo me cuento entre las gentes para quienes LAS FIESTAS representan un dolor de ovarios (evadiendo la clásica metáfora machocéntrica). He ahí la causa por la que este fin de año no pasé horas interminables frente a la computadora deseando paz y prosperidad a media humanidad. Las personas que quiero ya saben que las quiero y que les deseo lo mejor en todo momento y no solo cuando la tradición lo impone.

"¡Qué amargo!", opinarán algunos. Y estarían en lo cierto tal vez. Si algo me han enseñado los años que llevo gastando asfalto es que uno no puede ser una campanita a lo largo de las veinticuatro horas del día. Para ello es necesario calzarse una armadura muy pesada que inevitablemente irá desluciéndose con el tiempo a falta de lustre y por exceso de abolladuras.

Pienso que está bárbaro eso de reunirse con la familia, compartir, brindar, reir, llorar, abrazarse y olvidar con un poco de alcohol lo duro de la existencia. Pero siento una profunda frustración ante el tufillo a "puesta en escena" que subyace en todas estas celebraciones. Además de ser una época en la que me resulta inevitable recordar a lxs tantxs que ya no están y que he querido tanto. Tal vez resulte un poco chocante decirlo de este modo pero tengo una inefable capacidad para acumular muertos en el corazón. Para mí quedaron definitivamente atrás aquellas navidades en que todo era alegría y festejo. Hoy tengo muy presentes las sillas vacías, los besos ausentes, los abrazos perdidos, los amores truncados... Y es curioso: mi mente sabe que no están pero mi corazón se empeña en verlos. Mi vieja con su infaltable bittel toné y sus esfuerzos por que todo saliera perfecto, sin máculas que evidenciaran que nuestra familia era tan humana como la que más. Mi viejo y su sangría, fruto de horas y horas de exprimir limones junto a la olla de vino para que al final del festejo todxs elogiaran su esfuerzo con frases de dudosa sintaxis. Mi hermano mayor que, tras treinta y dos años de ausencia, sigue siendo el joven morrudo y melenudo que se gastaba el sueldo en pirotecnia y se reía y disfrutaba como el pendejito de seis que siempre fue. Mi adorada bisabuela, doña Carmen Viera, que con sus cien años de soledad a cuestas presidía la mesa como un Buendía. Y mi amado Jogy, cuyo beso y cuyo amor alegró mis fines de año hasta que se lo llevó el bicho allá por el '86...

Y la lista sigue...

No crean, sin embargo, que soy de esos aguafiestas incapaces de disimular. Lxs demás no tienen la culpa de mis recuerdos. Cierta innata vena actoral me asiste en estas ocasiones y puedo representar (sin estridencias) el papel del padre jocoso, el marido atento y el amigo jodón. Pero mis queridos muertos siguen en mí como siempre y pienso y siento que está muy bien que así sea. Ellos se lo merecen por cuanto me han amado y cuanto los amo todavía.


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Esto ha sido todo por ahora. Desde las tórridas callecitas de la siempre misteriosa y mágica Ciudad de la Santísima Trinidad y Puerto de Nuestra Señora de los Buenos Aires, se despide Víktor Huije, un cronista de su realidad del que podrán decirse muchas cosas, podrán enrostrársele miles de defectos pero jamás con justicia que su corazón carece de memoria.

Y FELIZ 2009... ¡qué rayos!

Novelas de Carlos Ruiz Zafón