martes, 3 de enero de 2012

La Canción de Palito



Qué bueno empezar el año reflexionando y recordando. Por más que los recuerdos no siempre sean gratos y las reflexiones puedan resultar merecedoras de un silente manto de piedad antes que de un sitio privilegiado entre los hitos de la memoria.

Recién retornado a Buenos Aires, después de haber recibido el año frente a la bahía de Valparaíso y sus majestuosos fuegos artificiales, una de las primeras cosas que leo, al entrar en internet, es el testimonio de un querido amigo en el destacable blog Boquitas Pintadas, que heroicamente resiste los embates homofóbicos de un medio tan conservador como lo es el diario La Nación. En dicha publicación, Roberto nos cuenta cómo vivió la relación con su familia frente a la incuestionable certidumbre de su homosexualidad. Obvio que recomiendo la lectura del artículo, no solo por presentar una parte de la vida de un amigo, sino también por considerarlo de importancia para todas aquellas personas que pudieren estar atravesando una situación similar o no lograren superarla.

Mientras leía, soslayando los detalles, mi mente entraba en sintonía con una cincuentenaria canción de Palito Ortega (Ay, Rober, mirá las cosas extrañas que generás). La canción de marras, que ha de tener más o menos mi edad y la de mi amigo, empezaba diciendo “A mí me pasa lo mismo que a usted...” con una melodía sumamente intimista, tan bella que hasta me ha hecho dudar en muchas ocasiones acerca de su autoría. Se me hace que todo aquel que pueda recordar el primer alunizaje ha de saber a qué canción me refiero.

Y por cierto que la asociación es pertinente y para nada antojadiza. Si bien todas las historias de vida son únicas e irrepetibles, no es menos cierto que hay hilos conductores que nos emparentan, al menos en el padecimiento.

Tal vez ya haya contado en estas páginas la historia referida a mi salida del armario frente a mi familia. Pero como “el público se renueva” (ML dixit) no viene mal repetir anécdotas. Sobre todo cuando cabe la posibilidad de agregar algún detalle valioso o interesante omitido anteriormente.

Yo no tuve necesidad de decirle abiertamente a mi vieja “soy gay”. Ella era lo suficientemente zorra como para advertirlo sin que nadie se lo tuviera que decir. Pero como buena zorra, durante años permaneció en silencio y mostró las garras cuando creyó que era el mejor momento. El único antecedente que recuerdo acerca de una mención en el seno familiar acerca de mi sexualidad estuvo a cargo de mi hermano mayor. Yo tendría unos diez años y ya era un chico raro. Los potreros, el fútbol, las figuritas y todas esas cosas tan característicamente “chongas” para los niños de aquellos tempranos años de la década del sesenta me eran total y absolutamente ajenas. Lo mío era sentarme en el zaguán de mi casa a leer las revistas de Mafalda y... bueno... es hora de que lo confiese (si es que la memoria no me falla y no lo hice ya anteriormente)... Lo mío era leer a Mafalda y jugar con las muñecas de mi prima, sobre todo con una que era mi preferida y estaba vestida de monjita (panzada para los sicólogos). Será por eso tal vez que un día, en alusión a mis protestas por ser obligado a hacer tareas de hombre cuando apenas era “un proyecto de hombre” (sic), mi hermano reforzó la idea recalcando entre risas que no todos los proyectos terminaban en hechos. Muy sutil lo de mi hermano. Pocos años más tarde, cuando él ya se había ido a causa de un cáncer que lo fulminó en apenas seis meses a la edad de veintidós, recordé la anécdota y quise suponer que había sido un guiño por parte de mi hermano para decirme “está todo bien”.

Claro que mi vieja no fue tan sutil. Y mucho menos comprensiva. Lo recuerdo como si hubiera sido ayer:

Año ’81, febrero o marzo, llego a casa y ella me intercepta apenas transpongo la puerta de entrada. “Hijo, tenemos que hablar” me dice con tono apesadumbrado que ya anunciaba tormenta, (que ella me llamara “hijo” era igual a que Doña Florinda llamara “Federico” a Quico). Sin decir más, me llevó hasta la cocina, me hizo sentar y me preguntó con voz de ultratumba: “Hijo, ¿vos sos homosexual?”.

Yo siempre había sabido que lo era. Aun cuando no tenía idea de que existiera la palabreja ni de su significado. Lo supe desde que empecé a tener sueños húmedos con Walter Valdés, el malandra de la escuela por el que suspiraban todas las quinceañeras... y yo. ¡Si hasta llegué (en mi infinita inocencia de diez u once años) a rogarle a Dios que me convirtiera en mujer para poder tener alguna oportunidad con él! ¿Pueden creer semejante fantasía trans en un pre púber? Luego mis deseos pasaron a otros chicos, hasta que por fin fui correspondido.

El caso fue que mi señora madre me puso entre la espada y la pared y, a los 19 años, tuve que “confesar” y esa confesión desató una de las reacciones más absurdas que pude ver en mi vieja (una mina que siempre se mantuvo fría a la hora de afrontar los problemas). Lo recuerdo como si hubiera sucedido ayer: se tomó de los pelos y empezó a gritar “¡Qué me hiciste! ¡Qué me hiciste! ¡Qué me hiciste! ¡Qué me hiciste!”. Se me ocurre que, ya por entonces, corría por mis venas una gotita de sangre militante y ese ME me indignó. Más que nada porque yo no comprendía (y en realidad todavía no comprendo cabalmente) de qué se me estaba acusando. ¿Qué podía yo haberle hecho A ELLA teniendo relaciones con chicos y no con chicas? (si algún sicólogo lee esto y tiene ganas de aclarármelo, lo agradeceré grandemente). Lo concreto fue que se desató allí una discusión descarnada y cruel, de la que tiempo después llegué a arrepentirme, y que terminó con una súplica de su parte: “Lo único que te pido es que no me los traigas a casa”... Y terminó allí porque ya mi odio alcanzaba su zenit, entremezclado con el amor que se negaba a desvanecerse. Me puse de pie, di un portazo y no volvimos a hablar del asunto NUNCA MÁS. Ni siquiera años después, cuando la vida me llevó al amor de una mujer maravillosa con la que tuve la dicha de tener tres hermosos hijos y a la cual me sigue uniendo un afecto infinito, a pesar de que el matrimonio no haya funcionado.

El caso de mi viejo fue más increíble. Conocedor sin dudas del “intercambio de ideas” con mi vieja, él optó por hacer mutis por el foro. Nunca dijo nada, ni una alusión tangencial, ni una indirecta... Nada... Hasta que una noche de navidad, bajo los efectos del alcohol, uno de sus mejores amigos se fue de boca y me puso al tanto de todo lo que el viejo decía a mis espaldas. Un horror. UN HORROR.

Mi otro hermano (no el que mencioné anteriormente, ése no llegó a ver concretadas sus sospechas) tampoco dijo nada. Pero nada de nada. Estuvo años sin dirigirme la palabra. Pero como la muerte de los padres suele traer como consecuencia que los herederos deban ponerse de acuerdo en qué destino se les dará a los bienes transferidos, cada vez que me habla y aprovecha para reclamar algo del pasado utiliza la misma fórmula: “Vos decidiste hacer tu vida y yo no me metí”. Huelgan los comentarios. Tal vez me atrevería a resaltar en este caso cierta envidia de su parte: porque yo sí me animé a “hacer mi vida” (pagando los costos, por supuesto) y a elegir y a optar por la búsqueda de la felicidad, estuviere donde estuviere y fuere lo que fuere.

El cuadro familiar se cierra finalmente con mi hermanita menor (la hija de la vejez, veinte años menor que yo). Ella siempre dijo respetar mis “elecciones de vida”, hasta que un día, en medio de una discusión doméstica, aludió al tema de mi sexualidad diciendo que yo no era el hermano que ella habría soñado y que cómo le explicaba ella a las mamás de los otros nenes del jardín que sus hijos tenían dos tíos en vez de un tío y una tía. Ups, eso dolió y todavía duele, más que todo lo que hizo y dijo el resto de la familia. Sin embargo, dejo constancia de que mi hermanita querida (y esto carece por completo de ironía) fue la única que reconoció su exabrupto y me pidió perdón (reiteradas veces), dejando al descubierto mis propias ruindades.

En apenas veintitantos días cumplo los cincuenta, como mi amigo Roberto, y me queda la certeza de que uno resiste mucho más de lo que se imagina. Basta con ponerse una armadura y hacer de cuenta que no ve las abolladuras que van apareciendo con el correr de los años. Obvio que mejor sería ser uno mismo y ponerle el pecho a las balas pero... ¿qué ser humano podría bancarse semejante tiroteo?

Esto es todo por hoy. Desde las callecitas de la infernal y misteriosa Ciudad de la Santísima Trinidad y Puerto de Nuestra Señora de los Buenos Aires se despide Víktor Huije, un cronista de su realidad que se ha pasado la vida poniéndose el yelmo pero cantando también la canción de Palito... que nunca está de más el abrazo y la comprensión de ese al que le pasa lo mismo que a uno.

Aunque no sea lo mismo pero sea igual...



Novelas de Carlos Ruiz Zafón