domingo, 19 de octubre de 2008

UNA ROSA Y UNA ENSALADA DE FRUTAS


Como podrán sospechar, yo también tuve una madre. Porque al fin y al cabo también soy un ser humano. Alguna vez he hablado de ella en este mismo sitio y es muy posible que haya quedado en los lectores una imagen negativa de esa taurina castradora que me dio la vida. Culpa mía, por supuesto, ya que durante años me resultó más sencillo hacerla responsable de todo lo malo que me sucedía, antes que hacerme cargo de mis propios errores. Tenía lo suyo igual (no se vayan a creer que era la Madre Teresa) pero lo justo es reconocer sus virtudes y sus aciertos, que no fueron pocos ni banales.

Doña Emma (Rosa su segundo nombre) fue, ante todo, una mina fuerte y de convicciones inquebrantables. Tozuda, bah, pero confiable y de una sola palabra. El mundo, desde su óptica, se dividía entre lxs que pensaban como ella y lxs que estaban equivocadxs. Sin embargo, el estar en la vereda de enfrente no te privaba de su respeto ni de su consideración. Mi vieja fue profundamente solidaria y así la recuerdan todxs lxs que la conocieron. Lxs que la conocieron y no tuvieron que convivir con ella, claro está. Yo fui testigo de sus otras facetas menos felices y, no obstante, sé que era capaz de cualquier sacrificio para lograr el bienestar de sus seres queridos. Sobre todo si esos seres queridos ostentaban el título de "hijx". Porque si hay algo que mi vieja hizo fue AMARNOS a mis hermanxs y a mí por sobre todos los seres que hay en el mundo. Su amor por nosotrxs fue su motor y su aliento. Aun más en los momentos difíciles, duras y gravísimas experiencias que hubieran derribado al más valiente.

Claro que (como suele suceder) yo no fui conciente de ese amor hasta que ya fue tarde. ¿Saben cuándo fue? Seguro se van a reir: fue la primera y única vez en mi vida que hice ensalada de frutas.

Pocas veces me verán comer frutas si no es en ensalada. Es un placer que disfruto desde siempre y no me produce el mismo deleite comiéndolas por separado. A mis hermanxs les sucede algo similar y mi vieja lo sabía muy bien. Durante décadas desde que tengo memoria, durante los veranos, en su heladera siempre había ensalada de frutas recién preparada. Ella raramente la probaba. La ensalada era para nosotrxs. Recuerdo su imagen mañanera sentada en la cocina cuchillo en mano desmenuzando las manzanas porque a mi hermano le gustaba el sabor pero no la textura; quitando minuciosamente todas las semillas de las naranjas para que mi hermanita no se atragantara; o cortando las bananas en rodajas gruesas porque a mí me gustaba morderlas y disfrutar su consistencia (huelgan los comentarios al respecto). Para doña Emma, el ritual veraniego de la ensalada de frutas era sagrado. Para nosotrxs era solo algo más. Como el aire que está para ser respirado. Unx abría la heladera y allí estaba la gran olla que terminaba vacía al final del día. Jamás un "¿te ayudo?" y mucho menos un "gracias".

Solo fui conciente del verdadero significado de aquel ritual cuando ella ya no estuvo. Una tarde me senté cuchillo en mano frente a la montaña de frutas y me di cuenta con claridad del amor infinito que mi vieja sentía por todxs nosotrxs. ¡Porque hacer una ensalada de frutas como lo hacía ella es un laburo de esclavos! Tanto que yo lo hice una vez y nunca más.

Obvio que su amor se manifestó de muchísimas otras formas, menos triviales que una ensalada de frutas. Mi sensación de agobio de aquella tarde no fue más que el pretexto que necesitaba mi corazón para dar rienda suelta a una serie de recuerdos muy guardados en mi pecho, tras cuya liberación mi vieja había adquirido las dimensiones de una diosa olímpica: un ser poderoso, pasional, omnipresente y a la vez capaz de las ternuras más inverosímiles.

Curiosa relación la nuestra. Por su parte, un amor tan grande que la obligó a ejercer su dominio a como diera lugar. Hoy sé que su afán por coartar mis libertades no se debió tanto a sus ansias de poder como a su horror por verme caído o lastimado. Si bien fue una mujer sabia a su manera, nunca comprendió (o lo hizo muy tardíamente) que hay golpes imposibles de evitar. Y eso que le hice escuchar hasta el hartazgo las canciones de Serrat. Incluso la que dice:
"Nada ni nadie puede impedir que sufran,
que las agujas avancen en el reloj,
que decidan por ellos, que se equivoquen,
que crezcan y que un día nos digan adiós".


Extraña relación sin dudas. Por mi parte, un evidente amor-odio que para mí no lo era tanto. ¡Cómo me enojaba si alguien me hacía notar cuánto yo quería a mi madre! Durante muchos años yo no quise quererla. Ella deploraba o envidiaba (que para el caso era lo mismo) mi espíritu libre. Ella despreciaba mi escaso apego a los rótulos. Pero, más que nada, ella suponía que yo era un ser "débil y perturbado" (fueron sus propias palabras) por el solo hecho de ser homosexual. Me confieso rencoroso: su homofobia fue tal vez lo único que no le puedo perdonar. Aun cuando su amor por mí fue superior a sus prejuicios. En los hechos, a pesar de reprobar expresa y continuamente mis "inclinaciones", jamás me abandonó ni me expulsó de su vida y (menuda paradoja) eso me parece algo loable de su parte. Antes bien, pretendió "curarme" y "hacerme regresar a la normalidad". Si hasta ese momento había sido posesiva, cuando supo que yo era gay intentó abrazarme hasta quitarme el aliento y entonces fui yo el que levantó un muro entre los dos. Alego en mi favor que fue legítima defensa.

Todavía supura la herida provocada por el desprecio manifiesto por "lo que yo era" (o sea por "quien yo soy"). No obstante y muy a mi pesar, jamás dejé de amarla ni de velar por ella. Tan solo dejé de idealizarla. O mejor dicho, comencé a protejerme de sus espinas.

Ese amor se me hizo patente la primera y única vez que la vi caída. Una vida de trajín y lucha constantes no podía menos que desembocar en una seria afección cardíaca. Así fue como pude verla en toda su humanidad. Desvalida en la sala de terapia intensiva, lucía frágil y vulnerable como nunca. Allí la descubrí pequeña y anciana. ¡Ella, que solía controlar los huracanes! No fue pena lo que sentí en aquella oportunidad. Fue puro amor. Tanto que, por primera vez desde mi infancia, necesité abrazarla con todas mis fuerzas. No pude hacerlo, claro está. Pero sí pude susurrar en su oído y en medio de su inconciencia un "te quiero" que me quemó la garganta. Un "te quiero" que no pude repetirle en los años que mediaron entre su recuperación y su muerte.

Cuando murió casi no lloré. Creo que fue un homenaje a su certeza de que "los hombres no lloran". O tal vez mi propia certidumbre de que su muerte nos liberaba a los dos. A ella, de la autoimpuesta obligación de velar por el correcto funcionamiento del universo y de tener que cargar con el oprobio de tener un hijo puto. A mí, de la inexplicable necesidad de huir de su mirada cargada de desaprobación.

Mi intención al comenzar estas líneas era la de rendir homenaje a mi madre y muchos han de pensar que no lo he logrado. Yo mismo lo pensé por un momento y tuve que releer lo escrito para cerciorarme de que, en el fondo, no me aparté ni un ápice del objetivo inicial. Mi madre fue un ser excepcional. Una mujer sin medias tintas que, a su modo, me enseñó a no bajar los brazos. Una mujer que tuvo sus aciertos y sus errores y allí radica su verdadera grandeza. Porque ahora sé que ella también admiró mi rebeldía y valoró en su justa medida los enfrentamientos que nos unieron en vez de distanciarnos. Estoy seguro de que ella aprobaría esta semblanza de su persona, que quizá no se ajuste estrictamente a la verdad, puesto que se proyecta a través del filtro de mi subjetividad, pero brota (eso sí) de mi amor de hijo y de la honestidad que ella supo transmitirme.

Esto ha sido todo por hoy. Desde las callecitas de la siempre misteriosa ciudad de Buenos Aires se despide Viktor Huije, un cronista de su realidad que hoy hubiera preferido ilustrar este texto con una imagen de su madre pero, ante la certeza de que ella no hubiera estado de acuerdo con aparecer en una página vinculada a la diversidad sexual, respeto su opinión y simbolizo su recuerdo en esta flor que ella amaba y la representa mejor que mil palabras.


domingo, 12 de octubre de 2008

La etiqueta del ODIO


"Si el amor es una enfermedad, yo elijo morir en tus ojos".
Semejante cursilería me la dijo (hace más de treinta años) el único hombre que fue capaz de sostener sus dichos hasta las últimas consecuencias. Tanto que murió con su mirada clavada en la mía.

Creo que debe haber leído la frase en alguna de las noveluchas de Corin Tellado que su madre (muy sicóloga ella pero reaccionaria e incongruente) devoraba en sus ratos libres. Pero ese hecho no le quita mérito y aun resuena en mi memoria esa voz disfónica de muchachito quinceañero que me enseñó sin darse cuenta que no todo en la vida es blanco y negro, que la mayoría de las cosas que nos han enseñado es pura patraña y que amar (AMAR) es lo más glorioso que nos puede acontecer a los mortales. Esas cosas no se olvidan y jamás llega uno a agradecerlas lo suficiente.

Yo también lo amé. Y todavía lo amo en cierta forma. Es el único método que conozco para mantenerlo vivo. Después fui capaz de amar a otras personas y, entre ellas, también a una mujer maravillosa con la que compartí los mejores y más plenos años de mi vida, aquella con la que engendré tres sueños maravillosos que hoy son nuestro mayor orgullo.

¿Y cómo puede ser que, reconociéndome gay, haya habido en mi vida una mujer tan importante y que no era mi madre? Sencillo: porque en nunca le he dado demasiada importancia a las etiquetas.

Alguna vez, alguien me regaló una de esas maquinitas rotuladoras. Saben cuáles les digo: esas máquinas manuales que tenían una rueda con letras y números detrás de la cual había un dispositivo que, al oprimirlo, moldeaba el símbolo elegido en una cinta plástica que luego se adhería a la superficie de nuestra elección. Recuerdo que, al principio, con el entusiasmo de la novedad, mi cuarto se llenó de diminutos cartelitos multicolores. Sin embargo, mi espíritu acuariano es indomable y no pasó mucho tiempo hasta que la caja que decía "LÁPICES" se llenó de papelitos, banditas elásticas y tapitas de gaseosa, por solo dar un ejemplo de los tantos recipientes, gavetas y estanterías que perdieron sus exclusividades.


Así fui siempre y siempre lo seré. El amor llegó hasta mí una y otra vez encarnado en diferentes personas y nunca fue demasiado importante lo que llevaran entre las piernas. Porque, como dice la canción que cantaba Baglietto, "el amor es amor, aunque no se lo diga".

Para mí es tan claro y sencillo de comprender que a veces incluso me da bronca la tozudez con la que muchxs se niegan a abrir sus mentes. Sobre todo aquellxs que, por propia voluntad, han abrazado una fe que (en teoría) privilegia el amor por sobre todas las cosas. ¿Acaso hay un amor bueno y otro malo? Estoy harto de lxs que nos señalan con el dedo, de lxs que se burlan de nosotrxs y de lxs que pretenden curarnos. Estoy harto de lxs que, argumentando teorías fundamentalistas, se empeñan en negar nuestros derechos más básicos. Y en la medida de que uno de esos derechos inalienables es el derecho a ser, mi hartazgo se transforma en angustia, en importencia y (por qué no) en miedo.

Hoy es 12 de octubre y, aunque muy pocos lo recuerdan, se cumplen veinte años desde el asesinato de Matthew Shepard, el muchachito de Wyoming que fue salvajemente golpeado y mutilado por el solo hecho de ser gay. Hace poco menos de un mes, un activista iraquí fue acribillado a balazos por la propia policía porque el joven era homosexual. Más cerca de nosotrxs, no debemos omitir el caso de Pelusa Liendro, la dirigente trans salteña asesinada en noviembre del 2006 a causa de su tarea social a favor de las chicas travestis de su provincia. La lista sigue y sigue con cientos y miles de personas anónimas cuyas muertes (en el mejor de lo casos) solo alimentan estadísticas.



La rotuladora se me perdió hace tiempo. Creo que la última vez que la vi estaba en un cajón de un escritorio que también se perdió en alguna de las tantísimas mudanzas. Ya casi no me acuerdo de ella y ¡lo bien que hago! En cambio, recuerdo con nitidez aquellas palabritas que me hicieron estremecer por primera vez y eso está mejor todavía. Lxs que nos odian no saben nada de nosotrxs y se aferran como trogloditas a verdades que muchas veces ellxs mismxs inventan para justificar su salvajismo, su ignorancia y su pobreza de espíritu. ¿Llegará el día en que se animen a remover sus estructuras? Lamentablemente lo dudo. No todxs lxs seres que habitan el planeta son tan humanxs como parecen. Muchxs de ellxs jamás aprenderán que el verdadero amor nunca discrimina. Esa bendición solo nos toca a algunxs elegidxs.

Esto ha sido todo por hoy. Desde las callecitas de la siempre misteriosa Buenos Aires se despide Víktor Huije, un cronista de su realidad que suele guardar las medias en el cajón de los cubiertos.

Novelas de Carlos Ruiz Zafón