Hoy se cumplen cinco años del inicio de aquella ignota epopeya. Muchos habrá que descrean de los sucesos. Otros habrán de magnificarlos a extremos inverosímiles. Pero lo que sí es cierto es que, a tan pocos años vista, los hechos que aquí han de narrarse ya se han establecido en el reino de lo mítico. Este humilde cronista ha sido testigo cercano de cuanto aconteció en aquellos años de luces y de sombras, y se dispone ahora a exponer solo la verdad y nada más que la verdad.
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Uno era Verano y el otro solo Otoño. El destino los había puesto en contacto a la distancia, vaya a saberse en qué extrañas circunstancias. Ambos necesitados de una luz, de una justificación, de un para qué. Ambos aferrados a sí mismos pero con la angustiosa necesidad de compartirse. Verano buscaba un futuro en un país del sur que no terminaba de derrotar a los ables de la intolerancia y la católica discriminación. Otoño ansiaba dejar atrás el pasado, desde otro país sureño que apresuradamente se hundía y se ahogaba en sus propias heces. En esas circunstancias, cada uno descubrió en el otro un mundo empático; un universo hospitalario y solidario; Un alma continente que, a su vez, anhelaba contensión. Y a pesar de que uno fuera Verano y el otro solo Otoño, decidieron correr el riesgo del amor.
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Este cronista debe confesar que algunos detalles puntuales se han ido desdibujando con el tiempo, pero no es menos cierto que bien sabe distinguir entre esencia y sustancia.
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El 19 de julio de 2001, Verano emprendió su viaje al borde del estero de Viña del Mar, mientras Otoño ultimaba los preparativos para su recepción, en la ribera del río marrón de Buenos Aires. Sin embargo, algunos dioses ladinos se empeñaron en complicar la historia de los dos amantes y organizaron una furiosa rebelión de nieve en la cordillera. Pero Verano sabía muy bien lo que quería y no se amilanó. Antes bien, agotaría todos los recursos pues sabía que Otoño lo esperaba junto al río. Así pues, Verano hurgó en los intersticios de las altas cumbres y, tras un azaroso periplo de cuarenta horas, llegó por fin a Buenos Aires, agotado, ansioso, esperanzado.
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Era la mañana del 21 de julio cuando Verano y Otoño se estrecharon por primera vez, comprobando de ese modo que la magia existe. Ambos supieron al instante que había valido la pena tanta angustia y que sus vidas estarían, de allí en más, unidas para siempre.
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Buenos Aires los acogió con sus gélidas y húmedas caricias de invierno, pero en el pequeño hotel de Constitución todo fue primavera. La calle Florida los vio caminar abrazados. Desparramaron besos por Puerto Madero y lloraron de amor en la Plaza San Martín.
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Como los dioses insistían en su empeño, vencido el plazo del encantamiento, Verano tuvo que regresar volando a Viña (y no es metáfora). Existe una extensa documentción de aquella despedida. Buenos Aires lloró por los amantes y ya nuca volvió a ser la misma.
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Pasaron pocos meses y estaba claro que la distancia es cáncer para el amor... y viceversa. Entonces Otoño decidió apostar a todo o nada, en un excepcional e inolvidable rapto adolescente. Dejó todo atrás (afectos, geografía, hábitos, una vida entera) y esta vez fue él el que cruzó la cordillera, ante la mirada furiosa de los dioses, que nada intentaron para disuadir tamaña determinación.
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Era una locura pero una locura hermosa. Una locura que duró dos años junto al mar, en una Viña que jamás se percató de que aquella parejita, que no osaba ir de la mano por la calle Libertad, encarnaba el deseo de una utopía.
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Los detalles del final no son relevantes y les pertenece exclusivamente a los protagonistas. Aunque este humilde cronista siempre supo que los dioses ladinos no toleran desafíos.
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Por ahí dicen que Verano nunca olvida. A pesar de haber echado raíces en su tierra y de haberse transmutado en una cebra nuevamente enamorada.
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De Otoño, cuentan los que saben que se perdió en las húmedas veredas de una Buenos Aires que ya no lo reconoció como enteramente suyo. Dicen que su corazón quedó partido y que una mitad está enterrada en las playas del Pacífico, en Reñaca o en los cerros de Quilpué. Eso dicen, pero yo sé que aquel Otoño no sobrevivió a la separación.
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No obstante, como suele suceder en estos casos, otro Otoño ha renacido junto al río marrón. Porque ése es su fatal destino: nacer, siempre nacer. Y es así como hoy se lo ve recorriendo Buenos Aires de la mano de otro amor, sin recelos, sin rencores, sin arrepentimientos y con todos sus recuerdos a cuestas. Camina mientras canturrea por lo bajo:
"... Yo te ofrezco mi destino
y el respiro de mi vida
y el perfume del espino
es testigo transparente de mi alma.
El correr de mi vida es un milagro
y es tu pecho quien me enseña..."
Buenos Aires, 21 de julio de 2006
3 comentarios:
me hiciste emocionar mucho con tu post..hace tiempo que no me sentía asi..desperté de un letargo tristemente prolongado. Yo sé lo que es el amor a la distancia, el que termina, el que duele paso a paso. Pero tambien sé del amor a la distancia que triunfa, lo vivo a diario desde la, en este momento, insoportablemente calurosa,Alemania.
Es bueno que Otoño nazca mil veces, nuevos nacimientos son nuevas oportunidades, siempre.
huije:
1)estos(otoño y verano)son los precursores de la integracion latinoamericana!!!!!
2)estoy segura...que otoño,muto mas calido que nunca...en algun veranillo!!!
3)me provoca...sentarme a tus pies,abrazando mis rodillas y oirte por horas........
ERES MUY ESPECIAL!!!!!!
brisas desde el sur......
Siempre termino emocionándome...
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