lunes, 31 de agosto de 2020

Romance de Curro "el Palmo"


(#CancionesDeCuarentena n° 36) 
Yo aprendí a leer a los cuatro años, durante el verano del 66. Por razones organizativas, durante el receso de clases y después de las fiestas, la Emma (que trabajaba todo el día) me enviaba de "vacaciones" a casa de mis padrinos. También en las vacaciones de invierno. Los mejores recuerdos de mi niñez son de aquellas épocas. 

Mis padrinos, Eloisa y Fernando, tenían un hijo varón (Osvaldo) y cuatro hijas mujeres (Carmen, Olga, Lidia y Graciela), que ya iban todos a la primaria. A pesar de que siempre fue un chico amigable, fiel cultor de las conductas asignadas al género, Osvaldo no me prestaba mucha atención. En cambio, sus hermanas (sobre todo las más chicas) me tenían como su muñeco. Amén del cariño y las atenciones de mis padrinos (los dos) que siempre me trataron como su niño mimado y me llenaron de caricias, besos y enseñanzas que aun hoy me acompañan en momentos de crisis. 

En aquel verano del 66, a Lidia, Olga y Graciela se les ocurrió jugar conmigo a la maestra. Ponían unas sillas que eran ocupadas mayoritariamente por muñecas y tenían un pequeño pizarrón emplazado sobre un trípode de madera. Ellas eran las maestras y yo, entre todas las muñecas, era el alumno más aplicado, el que respondía a todas las consignas y el único que hacía todas las tareas. Ellas me enseñaron a moldear las letras y a pintar respetando los contornos. Todo era un juego. Pero, sin darnos cuenta, dio frutos inesperados. 

Meses después, en casa, mientras la Emma cocinaba, yo le desenvolvía unos huevos para la tortilla cuando leí algo que me llamó la atención (aclaro para los millennials y los centennials que antes los huevos te los vendían envueltos en papel de diarios). 

- ¿Por qué acá dice una mala palabra? -pregunté con mi más tierna inocencia. 

En un pequeño anuncio, decía: "Homenaje a Concha Piquer". 

Obvio que, por entonces, yo no tenía idea de quién era la Piquer ni que, años más tarde, cantaría sus mayores éxitos en la ducha. Tampoco sabía qué era una concha, pero sí que era una palabra que no debía decirse en voz alta. No recuerdo si mi vieja me explicó (o si sabía) quién era la mencionada cantante. Pero fue ese día en que se enteró de que yo ya sabía leer. Y fiel a sus principios lógicos, ¡ME TOMÓ UNA PRUEBA! 

No lo olvidaré jamás. Conteniendo la ansiedad, se limpió las manos en el delantal, apagó el fuego de la hornalla, se sentó a mi lado, tomó otra hoja de diario y me señaló un título para que lo leyera. Y yo lo leí. Con un poco de dificultad, claro está (tenía tan solo cuatro años), pero lo leí. Aunque hubo una palabra que no supe pronunciar, aunque reconocía las letras que la formaban: ILLIA. Después buscó un lápiz y, en el margen de la hoja de diario, me hizo escribir mi nombre. Lo hice. Me preguntó entonces cómo había aprendido. Quizá su tono fuera acuciante (algo que no era extraño en una taurina para quien todo debía hacerse "para ayer") y mi respuesta fue que no lo sabía. En ese momento, entró en escena el Alber, mi hermano, quien fue recibido con un intempestivo "¿Vos le enseñaste a leer?". Juro que sonó como un reclamo, aunque estoy seguro de que esa no era su intención. Mi hermano dio un paso atrás y, levantando las manos como si quisiera demostrar que no portaba armas, repitió varias veces que no tenía nada que ver. 

Fue así cómo, de allí en más, en casa se instauraron las "clases domésticas", que pronto incluirían también nociones básicas de aritmética. Mientras ella preparaba la cena, solía hacerme preguntas del tipo "¿cómo se escribe cacerola?", "¿con qué letra empieza matambre?" o "¿cuántas letras tiene la palabra freír?". Casi siempre relacionadas con el menú de la jornada. Ah, y desde entonces también fueron frecuentes los libros de cuentos como regalos. Uno al mes como mínimo. 

Tal vez se estén preguntando qué tiene que ver esta historia con la canción de hoy. 

Pues bien, fue una larga y quizás innecesaria introducción para dejar en claro que la lectura ha sido siempre una constante en mi vida. En los años sucesivos y a medida que adquiría mayor independencia, yo mismo me fui procurando lecturas que no siempre eran supervisadas por mi señora madre. Siendo muy chico todavía, en una de mis incursiones por el barrio y en cumplimiento de algún encargo materno, descubrí que a varias cuadras de mi casa (seis o siete cuadras en aquella época era una distancia extrema), casi en la esquina de Provincias Unidas y Almirante Brown, había una librería donde se canjeaban libros y revistas usadas. Ese descubrimiento fue un hito en mi historia. 

Distrayendo un vuelto, compré ese día una revista de historietas de Supermán. La elección no fue sencilla, puesto que no era mucho el dinero del que disponía y la oferta de material era inconmensurable. En un pequeño local, algo oscuro y tuguriento, se atiborraban cientos y miles de ejemplares de la más variada índole. Me llevó varios años (y varios vueltos sustraídos a los mandados) recorrer en detalle todas las categorías, descubriendo un mundo que no muchos alcanzan a conocer en toda una vida. 

La metodología era sencilla: luego de comprar ese primer ejemplar de Supermán, a los pocos días regresé y, a cambio de unas pocas monedas, lo canjeé por otro. Luego, invertí un poco más de dinero y me llevé dos revistas en lugar de una. Y luego fueron tres, y luego cuatro. Hasta que llegó el día en que me animé a comprar un libro. Recuerdo bien cuál fue: "Bomba y la montaña movediza", de la entrañable Colección Robin Hood. Y eso fue un viaje sin retorno. 

Pero ya llegamos a la canción. Un poco de paciencia. 

A los diez años, con una bagaje inusual de historietas y libros de aventuras en mi haber, decidí incursionar en otra temática y compré una novela de Corin Tellado. ¡Nada más y nada menos! 

Para el niño que era entonces, la historia me resultó sosa y aburrida. Lo único que recuerdo de esa primera experiencia con la literatura "erótica" (y debería poner aquí unas comillas grandes como una casa) es una escena en la que el muchachito y la muchachita paseaban por una playa y, de repente, ella se largaba a correr entre risas al grito de "Si quieres un beso, tendrás que cogerme". Para mi mente imberbe (que aun no distinguía los usos lingüísticos de la Madre Patria) esa declaración era abiertamente pornográfica (aun cuando tampoco tenía muy claro de qué se trataba la pornografía) y constituye una de las primeras "emociones sexuales" de las que tenga memoria. 

Aun así, en la solapa del libro, había recomendaciones de otras obras editadas por la misma editorial (que no era otra que BRUGUERA). Desconozco por qué me llamó la atención una titulada "La mascota de la pradera", una historia del oeste cuyo autor también tenía un nombre peculiar: M. L. Estefanía.

De regreso a la librería, busqué específicamente esa novela, la encontré. la compré y me la devoré en cuestión de horas. Obvio que no era literatura de la más selecta pero no hay que perder de vista que yo era un crío de diez años. Tiempo después, sabría que el M. L. significaba Marcial Lafuente y fue uno de mis autores preferidos por aquellos años. 

Pero el colmo de la magia se produjo cuando el Alber llegó a casa con un LP de Serrat cuyo Lado B se iniciaba con "Romance de Curro el Palmo", la canción de hoy. Obvio que escuchamos el disco con gran emoción (es el que se iniciaba con "Canción Infantil" y contenía el "Soneto a mamá" que a la Emma no le gustaba). Pero al llegar al "Romance...", el único que reconoció de inmediato aquella referencia a "don Marcial Lafuente" fue un servidor. Y me enamoré de la canción. Casi tanto como de "Lucía", quizá el gran amor de mi vida entre las canciones de Serrat. 

Una historia desgarradora, muy alejada de las aventuras de vaqueros pergeñadas por don Marcial, que por fortuna nunca llegué a emular. Mis amores han sido mucho más benévolos, aunque no menos memorables. 

Por eso es que hoy, a los casi 170 días de aislamiento, llega esta canción que me costó bastante grabar durante el fin de semana. Si bien podría decirse que, a estas alturas, la llevo inscrita en el ADN, las herramientas digitales tan rudimentarias de las que dispongo se negaban a darle al registro un sonido aceptable. Pero como soy un tipo peculiarmente obsesivo, insistí una y otra vez hasta que logré algo más o menos digno que seguramente alguna vez superaré. 

Lo único que no se pudo solucionar es la duración de la obra. Por lo general, el público no suele digerir canciones que vayan más allá de los tres o cuatro minutos. En este caso, el Romance dura más de ocho. Es lo que hay. 

Cuentan los biógrafos de don Marcial Lafuente que, en sus inicios como escritor, Enrique Jardiel Poncela le dio un consejo que él seguiría a pie juntillas: «Escribe para que la gente se divierta, es la única forma de ganar dinero con esto». Y don Marcial le llevó el apunte, al punto de armar una verdadera industria de novelas del oeste en español. Escribió unas 2600 novelas y algunas otras fueron escritas con su nombre por sus hijos y por uno de sus nietos, de manera tal que hay algunas que fueron escritas después de su muerte, jeje. 

Tal vez a mí me hubiera convenido seguir ese consejo en mis interpretaciones musicales. Pero siempre impuse mi propio gusto al cantar. No puedo hacer otra cosa. Acuariano hasta la médula, cuando canto solo pienso en mí y, a veces, a los demás les gusta. Si lo hago de otro modo, se nota. 
 

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