martes, 25 de agosto de 2020

Llévame volando hasta la luna (Fly to the moon)

FLY ME TO THE MOON (#CancionesDeCuarentena número 35)


Tuvieron que pasar 34 canciones antes de que llegara una en inglés. Es que cada día me gana más y más mi pertenencia al comando iraní-venezolano-tercermundista, entrenado en Cuba y bancado por la logia internacional marxista-keynesianista con sede en el Himalaya. Así de jodido soy.

Cuenta la leyenda que un vez le preguntaron a Frank Sinatra qué se siente al ser el mejor cantante del mundo. Y entonces Frank, en un arranque no solo de modestia sino de honestidad (él, que inspiró el personaje de Johnny Fontane en la saga de El Padrino) respondió: "No lo sé. Pregúntenle a Tony Bennet".
«En mi opinión, Tony Bennett es el mejor cantante que hay en el negocio (del espectáculo). Me emociono cuando lo veo. Me conmueve. Él es el cantante que ve lo que el compositor tenía en su mente y, posiblemente, un poco más» (Frank Sinatra, elogiando a Tony Bennett en la revista Life, 1965).
Lo cierto es que Sinatra tenía toda la razón y, a los 94 años, Tony Bennett sigue siendo el mejor cantante del mundo y de todos los tiempos. Y cuando, en mi adolescencia setentera, me deslumbró esa obra maestra del cine dirigida por Coppolla, me devoré el libro de Mario Puzzo y (como no podía ser de otra manera) me entregué de lleno a la búsqueda de información sobre cada detalle de sus personajes.

No fue sencillo (no eran todavía épocas de internet) pero yo era por entonces una joven rata de biblioteca. Sobre todo, de la Biblioteca Municipal que había en Alberdi y Pola, pleno barrio de Mataderos, donde podría decirse que pasé gran parte de mi incipiente preadolescencia.

La bibliotecaria era una señora alta, longilínea, muy seria y atildada, que la primera vez que me vio me trató con una frialdad que me caló los huesos. Habrá pensado que yo era uno más de los tantos mocosos que aparecían circunstancialmente y solían volverla loca con solicitudes convencionales del tipo "biografía de Belgrano" en el mes de junio o "¿cómo prosperar en la germinación del poroto". Con el tiempo, su actitud hacia mí cambiaría radicalmente. No solo porque me convertí en un visitante asiduo de su biblioteca, sino porque mis búsquedas raramente se vinculaban con el calendario escolar. Recuerdo la dedicación y el empeño que puso en ayudarme a buscar información sobre Cornelio Saavedra y otros tantos próceres de la época independentista. Yo buscaba datos de sus vidas, pero acerca de lo que habían hecho antes y después del hecho principal que los había plasmado en la historia nacional. Había leído el Poema Conjetural de Borges e, impactado por la muerte poco difundida de Narciso de Laprida, soñé con escribir alguna vez una biografía de los próceres, contar quiénes habían sido en realidad fuera del hecho puntual por el que se los recordaba. Durante mucho tiempo acumulé vasta información pero las biografías nunca vieron la luz.

Lamento profundamente no recordar el nombre (si es que alguna vez lo supe) de aquella bibliotecaria cuyo rostro sí tengo grabado en la memoria del corazón. A lo largo de dos o tres años, la visité dos o tres veces por semana. Fue ella la que me facilitó acceso al libro de Mario Puzzo.

- Esto es irregular. -me dijo en voz baja y con mucha reserva- Esta no es una literatura apta para un chico de tu edad, pero, dado que ya viste la película, creo que estás preparado para leerlo.

¡Claro! Imagino que las bibliotecarias también tendrían sus protocolos y que en ellos habría una cláusula que desaconsejaba proveer de historias sangrientas de mafiosos y corrupciones varias a los menores de quince años. Pero su lectura fue tan vertiginosa y esclarecedora que, en tan solo dos días, volví a la biblioteca no solo con la novela leída sino también con la cabeza pletórica de nuevas preguntas. Y entre todos los personajes, el de Johnny Fontane me generó una particular conmoción. Sería tal vez porque, en esos años y entre tantas otras fantasías que jamás se plasmarían en la realidad, yo también soñaba con ser un cantante famoso. Fue ella, la bibliotecaria, la que me contó la anécdota que inicia este relato y fue gracias a ella que conocí a Tony Bennett.

Había pasado tiempo desde este hecho y yo seguía visitando la biblioteca religiosamente. Hasta que un día, al entrar, la bibliotecaria me sonrió de un modo inusual (ella que casi nunca sonreía) y, sin esperar a que me acercara al mostrador, me hizo señas con la mano de que lo hiciera. Tal era su ansiedad.

Gran (enorme, gigantesca) sorpresa fue para mí que ese día me regalara un disco simple de Tony Bennett. En la cara A, tenía uno de sus grandes éxitos, "I Left My Heart in San Francisco"; y en la cara B, una de las canciones en inglés que más me han cautivado: "Fly me to the moon". Era un disco con etiqueta roja, creo que del sello Columbia, y no era nuevo. Justamente, era uno de SUS discos y quería que yo lo tuviera.

La alegría con que volví a casa aquella tarde es indescriptible. En mi casa ni siquiera se celebraban los cumpleaños y los regalos eran bastante poco frecuentes. Mi vieja nos compraba lo que nos hacía falta, cuando nos hacía falta y sin aspavientos. De modo que aquel disco fue para mí una de las más grandiosas demostraciones de afecto que jamás tuve. Y fue, además, causa de una de las primeras discusiones con la Emma.

- ¿Qué hace una mujer grande haciéndole regalitos a un mocoso?

¡Hasta amenazó con ir a la biblioteca para encarar a "esa señora" y pedirle explicaciones! Por suerte, no lo hizo. Pero recuerdo esa discusión como una de las primeras de una larga serie.
Lamentablemente, como tantas otras, esta historia no tiene un final feliz. Y nada tiene que ver la discusión con mi madre.

Volví a la biblioteca a la semana siguiente. Bajé del 49 como siempre lo hacía, pero al acercarme al edificio vi que estaba cerrado. Era imposible que estuviera cerrado. Pero lo estaba. Volví al día siguiente, y al otro día, y al otro día... y seguía cerrado. Durante mucho tiempo volví periódicamente al lugar para ver si habían reabierto la biblioteca. Hasta que ya no volví más. Ahora mismo, mientras escribo estas líneas, me pregunto si alguna vez la habrán reabierto. Me pregunto qué habrá sucedido en esa época y qué habrá sido de esa bibliotecaria que (quizá sabiendo que la biblioteca cerraría) quiso despedirse de mí con un regalo entrañable y sin penas.

Aunque no siempre las cuente, todas las canciones que canto tienen una historia, tienen un por qué. Y la que hoy les comparto guarda en mi corazón la belleza propia de la obra artística y ese mágico condimento que les acabo de relatar. 
 


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