jueves, 17 de septiembre de 2020

Tengo miedo, Torero

Las locas llevan en su misma esencia la temeridad. La temeridad de ser quienes son sin condiciones. No conocen otro modo y quienes escondemos bajo la alfombra varias cobardías sabemos venerarlas.

"Tengo miedo, torero" es solo una parte de la historia de La Loca del Frente. Lo que hoy el lenguaje políticamente correcto nos impulsa a llamar "una mujer trans" se desdibuja de tanta asepsia, ante la maravilla y la visceralidad de las locas, las auténticas, las disruptivas locas que no saben y no quieren saber de más represiones. Sobre todo si son autoinflingidas. Por eso, la Loca del Frente (vieja pero no weona) asume su identidad del mismo modo en que asume los riesgos que conlleva. Sobre todo en la época en la que transcurre la historia y en ese Chile tan "pinocho" que siempre ha sido y será. La Loca del Frente vive en un edificio abandonado y en ruinas después del último terremoto. Corre el año 1986 y en Chile ya se anima a aparecer el descontento contra la dictadura. Y es que el régimen se resiste a soltar la presa y sigue apretando con mano dura los cuellos que osan elevar el volumen de la voz.

A las locas les da lo mismo. Esté quien esté arriba, ellas serán siempre marginadas. Lo único que cambia es la calidad del calzado con el que les oprimen la cabeza. Cierto que, en tiempos de milicos, las botas son más rudas que el fino zapato de los doctores, pero las fosas a las que unos y otros las condenan no son diferentes.

Durante el escape de una redada carabinera, la Loca del Frente conoce a Carlos, un arquitecto mexicano del que no se nos cuenta demasiado. No eran aquellos tiempos para que uno fuera por ahí contando sus secretos a los cuatro vientos. Nace entonces un amor que dará sentido al resto de la película. Sentimiento que va pero no vuelve, por supuesto. Porque a pesar de la resiliencia, el desenfado y la continua puesta en escena de las locas, todo se sustenta sobre esa fatal otredad que las aleja de los besos de amor.

"Tengo miedo, Torero" es una obra de arte como pocas. Si uno la mira distraído puede pensar que es algo kitch. ¡Y tal vez lo sea! Pero los detalles están allí para resaltar una realidad que aun hoy (o sobre todo hoy) debería hacer cimbrar la hipocresía de quienes tienen la mala costumbre de mirar siempre para otro lado. Esos pies juanetosos que buscan desinflamarse en un fuentón con agua y sal; ese labial rojo fuego que no logra distraer la mirada hacia la piel arrugada; esas voces vencidas que ya no se fingen aflautadas; esas mechas raleadas por los años y la tintura... todo eso y mucho más son las medallas que las locas han sabido ganarse en su sempiterna guerra en favor de su propia dignidad.

Mientras escribo estas líneas busco y busco, pero no encuentro una palabra adecuada que alcance a describir la actuación del gigantesco Alfredo Castro, en quien recae la no menos tremebunda responsabilidad de encarnar a la Loca del Frente. No quiero desmerecer la excelente actuación del mexicano Leonardo Ortizgris ni mucho menos las cortas pero simbólicas y nutritivas intervenciones de mi querida Amparo Noguera, pero lo cierto es que Alfredo Castro se come la película. La naturalidad y el profundo respeto con que lleva adelante su Loca lo ponen en un plano superior que no admite compañía. En lo personal, verlo a él y a la Noguera me remontó al comienzo del milenio, cuando las telenovelas de Televisión Nacional de Chile (en las que participaban) me deslumbraban con su calidad y la valentía de sus temáticas. Vinieron a mi mente los rostros de Claudia Di Girolamo, de Francisco Reyes y tantos otros y otras que alivianaron la crudeza de mi voluntario exilio allende los Andes. Sin embargo, la Loca de don Alfredo Castro supera todo lo imaginable.

La Loca de don Alfredo es la esencia misma de Lemebel.

Porque una historia como esta no podía ser escrita ni guionada por otra que no fuera el mismísimo Pedro Lemebel, eterno y siempre vivo defensor de todo aquel o aquella que no se ande con vueltas para ser quien es. A la Loca de don Alfredo se le notan las cicatrices de burlas en la espalda y, para ello, no necesita gestos exagerados ni rebuscados discursos. A la Loca de don Alfredo Castro le sobran las miradas y los tonos de esa voz agrietada para transmitirnos la alegría y el dolor, la ansiedad y la ternura, la firmeza y la confusión, el temor y el desencanto de un personaje que anida (con menor o mayor vehemencia) en todos los que alguna vez hemos sucumbido a la necesidad de indagar en nosotros mismos.

La Loca de don Alfredo (que no es otra que la Loca de Lemebel) no confía en las revoluciones, pero vive esperando que aparezca una que la enamore. Porque una verdadera revolución no es cuestión solo de ideas. Si el amor no la alimenta, es una mierda. Y si no incluye a las Locas, no es nada.

Esto es todo por hoy. Desde las frescas callecitas de esta siempre misteriosa Ciudad de la Santísima Trinidad y Puerto de Nuestra Señora de los Buenos Aires se despide Víktor Huije, un cronista de su realidad que una vez más quiere gritar: ¡Viva Lemebel, mierda!



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