domingo, 6 de septiembre de 2020

Pequeña serenata diurna


(#CancionesDeCuarentena número 38).

Conocí a Silvio Rodríguez cuando apenas se estrenaba la década de los 80. Por entonces, yo estudiaba Letras en la UBA, en el inefable edificio de Marcelo T, entre Azcuénaga y Uriburu. Todavía eran épocas de dictadura, poco consustanciadas con el libre ejercicio de la intelectualidad. 

Nunca fui de los que llegaban con tiempo a clase y siempre entraba cuando el aula ya estaba atestada. Había solo una veintena de asientos para más de cincuenta alumnos y yo terminaba de pie junto a la puerta. Esa noche, a mi lado, estaba Franco, un chico de rulos descontrolados que apenas conocía, aunque solíamos charlar de tanto en tanto. 

De repente, otro alumno miró por la ventana hacia la calle (estábamos en un segundo piso) y dijo que un par de celulares se había detenido en la puerta de la facultad (obvio que se refería a los camiones blindados en los que las fuerzas armadas trasladan a los prisioneros y no a un teléfono móvil, que por entonces todavía no existían). Dentro del aula cundió el pánico, sobre todo después de que alguien pusiera en palabras las sospechas de todos gritando "¡Redada!". 

A comienzos de dictadura las redadas eran cosa de todos los días, pero ya entrados en los ochentas parecía que las prioridades de la milicada eran otras. No obstante, poco tiempo después me tocaría participar de una, sin consecuencias perjudiciales para mi persona, claro está. Pero no todos corrieron la misma suerte. Y la consecuencia directa de esa experiencia fue que la Emma me obligara a dejar la carrera. 

Pero la noche de la que hablo ahora no pasó nada. Sin embargo, cuando sintió el grito "¡Redada!", Franco se desplomó junto a mí. 

Todos pensamos que se había desmayado, pero luego él mismo nos daría su versión: "Sentí que las piernas se me hacían de manteca". 

Luego del revuelo momentáneo, la clase continuó. Nadie le ofreció un asiento y Franco la siguió sentado cómodamente en el suelo. Algunos de los demás hicimos lo mismo. A la salida, lo acompañé hasta la parada del colectivo y charlamos de lo que había sucedido. 

- ¡Es que en el walkman tengo música cubana, boludo! -me dijo, casi en tono de confesión, en voz baja y cubriéndose la boca con la mano. 

Yo no sabía muy bien de qué me hablaba (las habaneras no me parecían, por entonces, particularmente ideologizadas) pero imaginé que, para la milicada, el solo hecho de ser cubana la cubría de sospechas. Se sabía que había personas que eran detenidas por el mero hecho de tener libros de Dostoievsky. 

Ante mi ignorancia sobre el tema, me pasó los auriculares y me hizo escuchar. Oí entonces, por primera vez, una voz aguda y ligeramente destemplada que me acompañaría a lo largo de las siguientes décadas. Era Silvio y su "Sueño con serpientes". Franco dijo que la cara se me iluminó y, sin pensarlo dos veces, en un acto de generosidad del que yo no creo haber sido capaz, me dijo: "Llevate el cassette y escuchalo tranquilo en tu casa. Mañana me lo devolvés. A vos que te gusta Serrat, seguro que esto también te va a gustar". 

No era un cassette original. Era una grabación casera en un TDK que contenía más de veinte canciones que me dieron vuelta la cabeza. Luego sabría que eran los dos primeros álbumes de Silvio: "Días y flores" y "Al final de este viaje". Creo que esa noche no dormí. Me la pasé escuchando a Silvio una y otra vez en el viejo grabador Ranser que teníamos en casa y, a la mañana siguiente, fui a la casa de una amiga de entonces, compañera de facultad también, solo para hacerme una copia en su equipo de doble casetera (solo los viejos entenderán de qué estoy hablando, jajaja). 

Así comenzó mi viaje junto a Silvio. Un viaje que puso en palabras muchas de mis ideas y generó muchas otras que me pondrían (y me siguen poniendo) en conflicto con el mundo circundante. 

Recordando esta anécdota fue que esta tarde, entre clase y clase, se me ocurrió grabar esta "Pequeña serenata diurna" que tanto me gusta. Que me gusta pero también me une a otra persona que me enseñó (igual que Silvio) a ver el mundo con otra óptica. 

Él se llamaba Miguel y todos le decíamos "el Corro". Un tipo de esos que nacen uno entre un millón. Y me quedo corto. Un tipo sabio a pesar de su humanidad. Una humanidad generosa e invaluable que supo traspasar el alma de todos quienes lo conocimos. Un tipo que tuve la fortuna de contar entre mis más queridos amigos y que hace un par de días hubiera cumplido años. 

La primera vez que lo vi, estaba al volante de un viejo fitito. Y de allí dentro surgió su encorvado metro ochenta y tantos, junto con su guitarra, que era sin dudas parte constitutiva de su propio cuerpo. Y en una escena clásica del humor de antes, del pequeño vehículo surgió también su esposa Rosana (que no le iba en saga respecto de la altura), cargando en brazos a la pequeña Anabel, que por esos años ya era una gurrumina de ojos deslumbrantes. 

Miguel fue todo lo que uno puede esperar de un amigo. Infinitamente mejor amigo de lo que yo pude serlo con él. Y a lo largo de dos décadas fue MAESTRO de lo que está bien y de lo que está mal. En la vida, en la música, en los afectos... En la necesidad de tener una voz y un pensamiento claros a la hora de decir lo que uno piensa. Sin menospreciar a ninguno de mis otros amigos (que los tengo y muchos, a pesar de haberme convertido con los años en un ermitaño huraño y mal llevado), Miguel, el Pity Lleonart y yo formamos una yunta poderosa que trascendió los límites de la música y nos trae hasta el presente unidos alma con alma. Porque, a pesar de algunos desencuentros y una partida, el amor que nos une sigue siendo motivo de orgullo para un servidor. 

El Corro era todo lo que estaba bien y, con su muerte, el destino me puso una prueba que no pude superar. No tuve el coraje ni la fuerza que él me enseñó. Ya han pasado cinco años y es como si hubiera pasado ayer. Cinco años en los que no ha pasado un solo día sin que me acordara de él. Una palabra, una imagen, una melodía... hemos vivido tanto juntos que sobran las excusas para traérmelo a la memoria. Y en honor a esa actitud positiva y pragmática que lo caracterizaba, siempre mirando para delante, sin llorar sobre la leche derramada, trato sin embargo de pedirle perdón por no haberme despedido de él como debí hacerlo. 

No me sale muy bien, amigo, y a veces se me da por flagelarme. Y te imagino cagándote de risa de mí, como cuando me ponía denso. Y también te imagino tendiéndome una mano, como tantas veces lo hiciste: sin condiciones. 

Encontré una vieja lista de reproducción donde el Corro me acompaña en la guitarra. Tiempos de MUSAS. 


Hoy comparto con todos, en esta serie de publicaciones para sobrellevar el encierro, una versión enlatada de uno de nuestros "grandes éxitos" jajajaja. Aunque no fue el único. Pero, si me dan a elegir, toda la vida me quedaré con la vieja versión en vivo. Con el Corro en mi corazón. 

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