jueves, 14 de junio de 2012

Tanatina




Apestoso y lúgubre era aquel callejón de mala muerte. Había llegado hasta allí con la sensación de que toda la ciudad clavaba su mirada sobre él. La calle estaba desierta y la mayoría de las ventanas de los edificios circundantes permanecían cerradas. No obstante, le parecía que todo el mundo conocía sus planes y lo acechaba desde las sombras, recriminándole la culpabilidad de un crimen que aun no había cometido. Pero ahora, que ya tenía el frasquito entre sus manos, se sentía seguro de sí, acaloradamente eufórico. Cierto es que tuvo que juntar coraje para abandonar la sospechosa paz de la calle principal y recorrer los cincuenta y tantos metros hasta la casa del Gitano. Sin embargo, emergía de la callejuela con una inusual expresión de triunfo, con paso decidido y la firme convicción de que estaba haciendo lo correcto.

El auto estaba estacionado a pocos metros de la bocacalle. Como en cualquier película que se precie, no faltaba la brisa que siseaba en la copa de los árboles ni el farol balanceándose entre los postes. Podía no haber nadie en kilómetros a la redonda. No importaba. El chasquear de la puerta al cerrarse retumbó como un trueno. Él se acomodó en el asiento del conductor, colocó con sumo cuidado el frasquito dentro de la guantera y verificó la hora. Faltaban escasos cuarenta y cinco minutos para su cita. Después de casi seis meses de ausencia, ella regresaba a casa, a la casa donde habían vivido juntos durante diez felices años, la casa de sus hijos, la casa de la que ella huyera deslumbrada por una tardía y adolescente fantasía de amor.

El Gitano le había garantizado que la tanatina era el veneno ideal para el crimen perfecto. Explicó que actuaba rápidamente sobre las fibras cardiacas, provocando una muerte súbita. Luego, la sustancia era capaz de reaccionar químicamente con los diversos humores disueltos en la sangre y “desaparecía”. Ninguna autopsia podía detectarla.

Al partir, ella no había reclamado nada. Simplemente cerró la puerta tras de sí y se esfumó. Él y los niños se quedaron solos y atónitos. Sorprendidos y asustados. La pareja perfecta se disolvió en un abrir y cerrar de ojos con unas pocas palabras: “Amo a otro”. No hubo más explicaciones. Ni siquiera atinó a insultarla. El portazo final todavía le dolía. Y a sus hijos. Esa y no otra era la razón por la cual había decidido poner fin al sufrimiento.

Había planeado todo al detalle. Los chicos estaban con la abuela. La casa estaba impecable. Había pasado toda la tarde cocinando para que la última cena juntos fuera perfecta. Tantos años de felicidad merecían un buen final. Pondría el veneno en el postre, tal como lo sugiriera el Gitano, para disimular su ligero amargor. Un bocado apenas sería suficiente.

Los papeles del divorcio ya estaban en su escritorio. Sólo faltaba ponerse de acuerdo en la separación de bienes y el régimen de visitas. No era necesario discutir. Aquel acuerdo nunca entraría en vigencia. Por eso él pensaba acceder a todas las peticiones que ella le presentara, como el marido dócil que siempre había sido. No tenía objeto discutir. Al final de la cena, su plan ya se habría consumado y todo lo hablado durante la velada perdería sentido.

Detuvo el auto frente a la casa. No lo guardó en el garaje, previendo que tal vez fuera necesario trasladar el cuerpo hasta el hospital más cercano. Gesto inútil si las aseveraciones del Gitano eran correctas. Tomó el frasquito de la guantera y lo introdujo en el bolsillo interior del saco. Abrió la puerta, salió del auto y volvió a cerrarla. El nuevo chasquido pareció retumbar por todos los rincones de la calle vacía. Caminó hasta la puerta de entrada y colocó la llave en la cerradura.

Había conocido al Gitano a través del Piraña, uno de sus alumnos de la nocturna. ¡El Piraña! En verdad, se trataba de un tipo de temer. Andaba en la pesada, como suele decirse, y usaba el colegio como centro de operaciones. Todos lo sabían y, sin embargo, era un muchacho muy popular. Es decir: uno de esos tipos a los que conviene tener de nuestro lado. Destino o fatalidad, lo cierto es que, desde el principio, hubo entre ellos una afinidad extraña que los llevó a brindarse tácitamente mutua protección.

La casa estaba más desierta que nunca. El silencio era tangible cuando los chicos no estaban. La oscuridad era tan profunda que, aun después de encender las luces, parecía presente. Verificó la hora una vez más. Faltaban todavía veinticinco minutos. Tenía el tiempo justo para ducharse y cambiarse de ropa. Pero recordó el frasquito y decidió eliminarlo, pues podía representar un peligro para su plan si alguien lo descubría en la casa. De modo que vertió su contenido en uno de esos recipientes cilíndricos de plástico que suelen utilizarse para las cápsulas o las grageas y lo escondió en un estante de la alacena. Luego lavó el otro frasquito con empeño, lo colocó en una bolsita de polietileno y salió a la calle para arrojarlo en el terreno baldío de la cuadra. Al regresar, ya era tarde para la ducha, así que apenas se lavó un poco y se vistió elegantemente. Una vez listo, se sirvió un cognac, puso música suave y se sentó en el living a esperar.

La idea había surgido una semana antes, cuando un par de rateritos lo atacó en la playa de estacionamiento de la escuela. Él se disponía a subir al auto. Lo golpearon duramente en la cabeza y cayó al suelo, aturdido por el cachiporrazo. Podrían haberlo desplumado, de no haber sido por la aparición del Piraña. “¡A él no!” les ordenó y los malandras huyeron como si hubieran visto al mismísimo diablo. El Piraña lo ayudó a incorporarse y a entrar al auto. Luego condujo hasta la casa y lo acompañó hasta que estuvo bien acomodado en un sillón de la sala. Le puso paños fríos en la nuca y en la frente para mitigar la jaqueca y le dio charla para evitar que se durmiera. Fue entonces cuando el Piraña conoció la situación. “Si mi jermu me hace eso, la mato”. Había en su voz un énfasis tal que inducía a tomar la frase al pie de la letra. El Piraña no era un tipo amante de las metáforas.

Ella siempre fue puntual y esa vez no fue la excepción. Estaba radiante. Él siempre le había envidiado su capacidad de deslumbrar a pesar de las desdichas. Ella intentó saludarlo con un besito en los labios, llevada por el hábito y sin reparar en lo desubicado del gesto. Pero él no quiso arriesgarse a sufrir un cimbronazo afectivo que pudiera inducirlo a modificar sus planes y desvió la cara, de modo que los labios de ella se estrellaron súbitamente contra su mejilla izquierda. Estaba más delgada, aunque conservaba aun todas sus curvas. Se sintió extraño al recibirla como visita y experimentó cierta angustia al caer en la cuenta de que aquella sería la primera y la última vez que lo haría.

Tomaron una copa, mientras el microondas ponía a punto la cena. Temerariamente, recordaron viejos tiempos, cuando eran recién casados y vivían en un ambiente que apenas tenía un anafe con dos hornallas. Habían progresado. Habían crecido... Y habían llegado al punto donde los caminos se bifurcan. Tambalearon al filo de la melancolía y la nostalgia. Pero la alarma del microondas los trajo nuevamente a tierra.

El Piraña lo había citado en un bodegón infecto, ubicado en uno de los barrios más pobres de la ciudad. Él dudó en acudir a la cita. Pero aquel muchacho ejercía sobre su espíritu una influencia casi demoníaca que lo obligaba a obedecer. Estuvo largo rato sentado en una mesa sin que el Piraña apareciera. Era ya de noche y la oscuridad le confería al local un aspecto aun más sórdido que el que presentaba a plena luz del día. Un par de parroquianos, en una mesa cercana, comenzaron a insultarse. El patrón del boliche los miró con desprecio y se limitó a subir el volumen de la radio. El Piraña apareció cuando el par ya se iba a las manos. Caminaba con desenfado, como era su costumbre, y había cierta mueca de malicia en su sonrisa ladeada. Así sonreía cuando algún “trabajito” le salía bien. Cuando estuvo a su lado, ni siquiera se sentó. Sólo se agachó para hablarle al oído y extrajo un papelito arrugado del bolsillo del jean. “Ya está todo preparado. El Gitano lo espera en esta dirección. Vaya ahora mismo”. Y se marchó tan gallardamente como había llegado.

La cena fue amena. Se dijeron cosas que nunca se habían dicho. Y ambos comprendieron cuán poco sabía uno del otro. Ella estaba triste, muy triste detrás del maquillaje. Él siempre había sido un padre excepcional, buen marido y buen tipo. Era lógico que aun lo quisiera. Pero el amor era otra cosa. Él, en cambio, se colocó la coraza y, sin resultar huraño ni mucho menos agresivo, se escudó tras los fríos análisis de situación. Llegado el momento, fue directamente al grano y, lápiz y papel en mano, esbozaron el acuerdo.

Así como el Piraña era un tipo de temer, el Gitano era un hombrecito francamente despreciable. El local donde trabajaba era un sucucho maloliente lleno de frascos y bidones, desperdicios, probetas y cajones, entre los que se filtraban vapores espesos y líquidos aceitosos. Era pelado, diminuto, con la cara cubierta de granos pustulentos que amenazaban con estallar en cualquier momento y salpicar al interlocutor. Al abrir la puerta, su rostro se rajó en una sonrisa repugnante que exponía impunemente unos dientes corroídos por la nicotina y la descalcificación. Era hombre de pocas palabras. Tras la presentación de rigor, se dirigió hacia una alacena ubicada en el fondo del local, mientras recitaba con monotonía las virtudes de la tanatina. El estante estaba atestado de frascos y frasquitos del tamaño y del color que se desease. El Gitano hurgó durante algunos segundos y, al encontrar el recipiente buscado, cerró nuevamente la puertita y le echó llave. Cuando estuvo otra vez a su lado, juntó las huesudas manos y expuso entre ellas el frasquito, casi con devoción. Una vez más le brotó una sonrisa, todavía más desagradable que la primera. Él se apresuró a pagarle la suma convenida y, tras arrebatarle el frasquito, lo asió contra su pecho y prácticamente escapó de aquel lugar, mientras el Gitano le aconsejaba gritando: “No olvide ponerlo en algo dulce, para que se disimule el gustito amargo”.

La comida había estado maravillosa y no les había resultado difícil llegar a un buen acuerdo. El plan se estaba desarrollando según lo previsto. Él se levantó para traer el postre. Ella se ofreció a ayudarlo, pero él se negó (por supuesto) y la instó a poner un poco de música. “Nos vendría bien algo alegre”, dijo. En la cocina, colocó las porciones de helado sobre la mesada y buscó el recipiente plástico que había escondido. Roció unas gotas de tanatina sobre una de las porciones y vertió el resto sobre un trozo de pan duro que lo absorbió con rapidez. Colocó el pan dentro de una bolsita y lo arrojó al bote de la basura. Lavó bien el recipiente y también lo arrojó entre los desperdicios. Acto seguido, roció ambos helados con cognac, les hizo dos copitos de crema chantillí y decoró el de ella con una cereza. En ese preciso instante, ella entró en la cocina para darle una mano, pero ya todo estaba preparado para el gran final.

Mientras comían el postre, fueron como viejos amigos. Había ternura en sus miradas y dulzura en sus palabras. Él comprobó cuánto la amaba. No podía soportar el dolor de verla con otro hombre. Comió un bocado de helado y supo que hacía lo correcto. Por primera vez pensó en los chicos. Seguramente sufrirían, pero iban a sobrevivir. Este tipo de golpes fortalecen. Sin ir más lejos, su propio padre había muerto cuando él tenía catorce y había podido llegar a adulto sin mayores contratiempos. Su padre hubiera aprobado su proceder. Porque era lo correcto.

El dolor lacerante fue repentino. Algo desconocido le oprimía el pecho y le impedía respirar. Sólo pudo balbucear “Me muero” y en pocos segundos todo acabó. Su cuerpo cayó sobre la mesa. Los restos del helado se embadurnaron en la camisa blanca. De la nariz brotó un hilito de sangre y sus ojos quedaron para siempre fijos en la nada.

Cuando llegó la ambulancia, los médicos constataron que ya no había nada por hacer, a pesar de los gritos histéricos de ella, que les reclamaba un milagro, sin comprender lo que había sucedido.
Víktor Huije.
Buenos Aires, Octubre de 1997.


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