miércoles, 4 de abril de 2018

Las Czardas de Merlí


En la calle Moliere, casi esquina Juan B. Justo, en el barrio de Villa Luro de la ciudad de Buenos Aires, había un vetusto conventillo que (por alguna razón que desconozco) durante muchos años fue habitado por diversos miembros de mi familia. 

Allí vivieron mis padrinos, mi tío Rosa y la tía Rafaela, mi tía Amanda y varios de los que yo llamo primos (aunque nosotros sabemos que, en la menesunda conformada por nuestra familia, los parentescos son difusos). Puesto que mi madre trabajaba en el barrio, en mi más tierna infancia (léase antes de que yo iniciara mi educación preescolar), durante el día yo quedaba al cuidado del tío Virgilio quien también vivía allí con mi tía Berta y, ya viejo jubilado y cascarrabias con el mundo, se (y me) entretenía enseñándome a escribir mi nombre con la sopa de letras. Otra de mis niñeras era la tía Maruca, que horneaba galletitas y, dado que yo era un poco mañoso para tomar la leche, a la hora de la merienda me amenazaba con una vieja piel de tigre que (a modo de alfombra) tenía en su pieza. No recuerdo cuál de sus hijas (Emilia o Flora, a la que todos llamábamos “Chiquita”) tenía una colección de muñecas con las que yo jugaba. A veces tengo miedo de que la memoria y mis fantasías se trastoquen, pero estoy seguro de que una de esas muñecas estaba vestida de monjita y, por alguna extraña paradoja, era mi preferida.

Aquel conventillo de la calle Moliere fue un centro vital para muchos de nosotros, miembros de una familia provinciana migrada desde un Tucumán que no ofrecía esperanzas de progreso.

Yo era demasiado pequeño por entonces como para recordar con exactitud las circunstancias, pero varias noches las pasaba en Villa Luro en mi rol de juguete preferido de tíos y de primos. La tía Berta cocinaba las albóndigas con sopa que tanto me gustaban, el tío Rosa me mostraba cómo hacía para enseñarles a hablar a sus catitas y mi padrino Fernando (hijo del tío Virgilio) me contaba historias inventadas a pedido antes de dormir. Pero tal como hoy, ya de chicuelo, yo era un bicho nocturno y no siempre me dormía cuando se supone que debía. Mucho menos en aquel conventillo que, a pesar de su miseria, tenía una magia que me acompaña todavía en el recuerdo.

En alguna de aquellas noches de precoz insomnio, en medio de aquella oscuridad que me aterraba y me hipnotizaba a la vez, la misma oscuridad que me permitía imaginar el mundo a través de sus sombras y sus penumbras, una música vecina encendió en mi interior una llama que todavía sigue encendida. Yo no lo supe hasta varios años después, pero eran violines.

En la cuadra vivía una familia de gitanos y en mi familia no se hablaba bien de ellos. (ya sabrán a qué me refiero). Sin embargo, la música que escuché aquella noche (creo que por primera vez en mi vida) me hizo dudar de lo que me contaban los mayores. Hoy lo puedo expresar en palabras que de tan niño no podía siquiera imaginar, aunque sí sentir. Era una música melancólica por momentos y, de repente, explotaba en un festival de alegría. Amorosa y triste al mismo tiempo. Divertida y lacrimosa. En los pasajes más animados se oían palmas y expresiones de júbilo, como si fuera una fiesta. Y en los más calmos, un silencio profundo que dejaba el mundo a merced de aquellos violines que desgarraban el alma con el único puñal de sus estridencias.


Me bastó aquella única noche para memorizar la melodía que me acompañó anónimamente durante años. Miles de veces me sorprendí a mí mismo tarareándola en silencio. Por temor a ser oído. Por temor a ser interrogado. Porque si era música de gitanos no podía ser algo bueno. Supongo que fue uno de mis primeros actos de rebeldía. Porque a pesar de ser potencialmente nociva, era una música que me colmaba el pecho y no necesitaba escucharla con los oídos para disfrutarla. Ergo, era para mí una necesidad desafiar la autoridad de los mayores.

Muchos años después, ya adolescente, el primer amor llegó con un disco  de Werner Müller bajo el brazo y así descubrí que aquella música gitana que colmaba mis silencios había sido compuesta por un italiano. Circunstancia perturbadora: descubría una vez más que el mundo no era tal como yo lo imaginaba. El italiano se llamaba Vittorio Monti y su obra llevaba el título de “Czardas”. Lo sorprendente fue que, al oír por primera vez el disco, pude reproducir en mi mente todas y cada una de sus notas. Una compleja secuencia que todavía llevo impresa en alguna neurona de mi corazón. Fueron los tiempos del amor tormentoso, del querer morir por un engaño y del aprender a perdonar por deseo, por miedo pánico a un abismo que aun no conocía y… qué sé yo por qué más puede perdonar el amor adolescente. Pero imposible olvidar que aquel amor compartía, en cierta medida, mi pasión por las Czardas de Monti. No tuve esa suerte con los que llegaron después. Ni siquiera a mis hijos pude transmitir ese embrujo que me hizo estremecer cuando ni siquiera tenía conciencia de mí mismo y, poco a poco, las Czardas se refugiaron en un rinconcito cálido de mi memoria para salir tan solo en momentos de gran desesperación o de profunda felicidad. Quienes me conocen sabrán bien que no soy un tipo de medias tintas.


No obstante, a veces las Czardas se corporizan sin que yo las conjure. Hoy, por ejemplo, a uno de mis alumnos de química le sonó el celular en clase y su ringtone no era otro que la mágica melodía de mi infancia. Yo (que soy un rebelde nato pero no perfecto) me dejé llevar por el mandato ancestral y le recordé que no se debe usar el celular en clase y así tuvo lugar el comentario de uno de sus compañeros: “Encima esa música que vaya a saber de dónde la sacaste”. Quienes me conocen también imaginarán el pico de presión que me dio en ese momento. Cuanto más porque el tono en que lo dijo no podía disimular el verdadero mensaje. Había querido decir “esa música de mierda”, pero sabiamente pudo reprimir al menos las palabras. Por fortuna, el importunado se apresuró a dar una explicación acerca de la procedencia del ringtone, lo cual me dio tiempo para apaciguar mi ira y contar hasta 10.568 en el lapso de cinco segundos.

— Mi viejo estaba viendo Merlí, en Netflix, y pasaron esa música que me gustó. ¿Qué tiene de malo? —dijo, muy a la defensiva.

Y al instante, su poco perceptivo compañero la terminó de embarrar.

— ¿Y en tu casa ven Merlí? ¿Esa serie pedorra?

Yo suelo hacer grandes esfuerzos por ser tolerante. Pero a veces no me sale. Aunque yo mismo me asombro, ahora, de lo elegante que fui al demostrarle al insolente que las personas inteligentes también son capaces de hacer y/o decir estupideces de tanto en tanto. No era un buen momento para seguir hablando de los diferentes grados de porosidad del suelo y su influencia en el desarrollo de las técnicas agropecuarias. Si en ese momento hubiera pasado por allí la directora, sin duda me hubiera dado una reprimenda, pero no podía ni debía dejar pasar el entredicho sin dar mi opinión.

Sin hacer alardes de pureza, expuse que la música es un buen pretexto para hablar de respeto. Respeto por la elección, el gusto o el sentimiento del otro. Porque hay quienes ven en la música tan solo un pasatiempo y se dejan llevar por lo que está de moda. Para ellos, en general, lo que escuchan hoy será olvidado mañana por el solo hecho de que ya no encabeza los rankings de Spotify. Y eso no tiene nada de malo. Es respetable, aun cuando se pasen el día escuchando reguetón. Para otros, la música es algo más profundo. Se trata de personas que saben apreciar la existencia de un acorde, de un silencio entre dos notas o de una letra que al menos aspire o pretenda alcanzar cierto grado poético. Desde ya que esas personas cuentan con mi más profundo respeto. Y además estamos aquellas personas para las cuales la música es una pasión. ¡Qué digo pasión! Es una necesidad tan imprescindible como el aire que respiramos. Algunas personas sentimos que la vida perdería gran parte de su sentido si no existiese la música. Y, como ejemplo, les hice un resumen de mi historia con las Czardas que el mocoso impertinente acababa de despreciar.

En gran medida, ser docente es ser actor. Es representar un papel y ser capaz de captar la atención de la platea. Y se es mejor actor cuanto más involucrado esté el intérprete con el mensaje de su puesta en escena. Las palabras ganan fluidez y la historia se vuelve verosímil incluso para los escépticos. En esta ocasión se alinearon los planetas y fui oído con atención, lo cual me permitió explicar por qué aquella música supuestamente “de mierda” había sido tan importante en mi historia.

Las Czardas de Monti me hicieron dudar de lo que me habían enseñado mis mayores y (retomando fugazmente el trasfondo agropecuario de la clase) plantaron en mi espíritu la semilla de la desconfianza y del libre albedrío. Sin dudas, yo era terreno fértil para la germinación del rebelde en el que luego me convertí, pero sé que una canción de Juanes no hubiera calado tan hondo. Al igual que sucede con los suelos, hay almas arenosas, tan porosas que las aguas de lo esencial y lo sensible las atraviesan y se les escurren sin dejar rastro. Son almas toscas y secas para las que la vida es apenas una anécdota pasajera. Almas que llegaran a viejas sin haber aprendido nada. Otras son arcillosas, tan compactas, tan impenetrables que la humedad de lo vital apenas les moja la epidermis. Son almas escépticas e indolentes que necesitan la mano de un alfarero que les dé forma y sentido. Almas obstinadas en conservar sus estructuras hasta el día en que se rompen. Y en tercer lugar están las almas de limo, de barro, cuya porosidad les permite retener lo importante y dejar pasar lo innecesario. Esas son las almas que nos darán alimento, las almas curiosas e inquietas que han de transformar los dones en algo trascendente, en algo que va mucho más allá del solo estar. Almas fértiles sin las cuales el mundo que conocemos no existiría.

Y en sintonía con esa fertilidad tan imprescindible para la vida está Merlí, un programa que (sin ser perfecto) nos incita en cada episodio a ver el mundo con otros ojos, con una mirada diferente a la que nos enseñaron desde siempre nuestros mayores y nuestros maestros. Solo hace falta prestar atención.

Por más que muchos no lo acepten (y no hablo tanto de adolescentes sino sobre todo de supuestos adultos), la rebeldía, los cuestionamientos y la mismísima libertad son elementos inherentes a nuestra existencia. Nada o casi nada de lo que nos rodea existiría si, en algún momento de la historia, alguien no hubiera tenido el coraje y la decisión de romper las reglas; si alguien no se hubiera dado permiso para sentir distinto; si alguien no hubiera osado pensar que las cosas podían ser de otro modo.

“Justamente (les dije a mis supuestos peripatéticos), si mal no recuerdo, en el capítulo en el que se escucha Czardas de Monti, uno de los personajes se atreve a romper sus propias ataduras de tipo recio e inmune al sentimiento. Le declara su amor a la chica en una de las escenas más bellas que ha dado la cinematografía universal”. Y ¿saben qué? Yo lloré como un idiota con esa escena. Y les digo más: por muy acuariano que sea, me siento orgulloso de esa idiotez. Porque la verdadera idiotez es suponer que los hombres no lloramos. Y también el permitir que haya imposiciones sociales que nos digan cuándo podemos ser idiotas y cuándo no. La verdadera idiotez es aceptar el mundo tal cual nos dijeron que es y despreciar la posibilidad de que todo sea diferente y mejor. En ese sentido, la serie de Merlí, lejos de ser una “serie pedorra”, plantea la necesidad de abrir los ojos y mirar por nosotros mismos.

Pero claro, para ello también es necesario tener un alma fértil.

Esto es todo por hoy. Desde las otoñales y siempre misteriosas callecitas de la Ciudad de la Santísima Trinidad y Puerto de Nuestra Señora de los Buenos Aires se despide Víktor Huije, un cronista de su realidad que abraza el anhelo de Merlí: llegar al final de sus días y poder decir que su trabajo ha servido para algo.


No hay comentarios.:

Novelas de Carlos Ruiz Zafón