viernes, 12 de enero de 2018

Cartas de Amor



La vida tiene sorpresas. A veces tristes, como esos silencios que inundan el recuerdo de una persona que amamos hace tiempo. Otras tintineantes y alegres, como las caricias y los besos que supimos cosechar. Pero también están las sorpresas que nos dejan a mitad de camino, entre la angustia y la euforia. La vida tiene esas cosas y, de tanto en tanto, los astros se confabulan y la vida nos regala un combo de sorpresas varias, tal vez, para que uno elija con cual quiere quedarse.

Revisando papeles viejos, encontré una transcripción (de mi puño y letra) de un poema del portugués Fernando Pessoa que dice:



Todas las cartas de amor son
ridículas.
No serían cartas de amor si no fuesen
ridículas.
También escribí en un tiempo cartas de amor,

como las demás,
ridículas.
Las cartas de amor, si hay amor,

tienen que ser
ridículas.
Pero, al fin y al cabo,

sólo las criaturas que no escribieron cartas de amor
son en verdad
ridículas.
Quién me devolviera el tiempo en que escribía

sin darme cuenta
cartas de amor
ridículas. 
La verdad es que hoy mis recuerdos

de esas cartas de amor
sí que son
ridículos. 



Pessoa escribió estos versos poco tiempo antes de morir... Y vieron cómo son las cosas: un recuerdo se enlaza con el otro, recordé una tarde en un cuarto de hotel, cuando yo transcribía los versos y él dormía a mi lado. No Pessoa desde luego, sino quien por entonces compartía su vida con la mía. Otra vida. Tanto la suya como la mía.


Pero fíjense cuán traicionera puede ser la existencia que, justo en ese instante en que mi cerebro se inundaba de imágenes y sentimientos perturbados, en Youtube empezaba a reproducirse un video en el que Maria Bethânia recita el mismo poema que yo había encontrado.






MENSAJE

Cuando el cartero llegó
Y mi nombre gritó
Con una carta en la mano
Ante la sorpresa tan grosera
No sé cómo pude llegar a la puerta

Leyendo el sobre bonito
En su sobrescrito reconocí
La misma caligrafía del que me dijo un día
"Estoy harto de ti"

Pero no tuve el coraje de abrir el mensaje
Porque, en la incertidumbre, yo meditaba
Decía: "Será de alegría o será de tristeza?"

Cuánta verdad tristona
O mentira risueña una carta nos trae
Y así pensando, rasgué su carta y la quemé
Para no sufrir más.



Y adivinen qué hice después de deshidratarme escuchando a la Bethânia. Corrí a mi casilla de correos y desenterré aquellas (nuestras) cartas de amor, que no fueron escritas en papel pero tenían la misma maravillosa ridiculez de la que hablaba don Fernando. Ilusiones y promesas que, puestas en palabras, sonaban hermosas y eternas. Porque en ese momento en que las escribíamos lo eran y, en cierto modo, lo siguen siendo en algún rinconcito oculto de nuestros corazones. Interminables sesiones de chat que, cordillera mediante, nos permitían gozar y padecer lo que todo amor debe tener: la posiilidad de desear y de extrañar al otro. Si están pensando que soy un masoquista que, no solo guardó durante trece años aquellos mails y aquellas charlas, sino que ahora se sienta frente a la computadora a releerlos como si en ello le fuera la vida, si me creen capaz de tal idiotez, están en lo cierto. Pero tengan por seguro que él nunca me dijo que estaba harto de mí y, por tanto, yo sabía que no había en ellas nada que pudiera hacerme (demasiado) daño.


Porque el amor no muere.

Al menos no el verdadero.

El amor duele, maravilla, entristece, deslumbra, angustia y fortifica. Pero no muere. Cuando llega el momento de decir basta, apenas si se adormece y aprende a recluirse en un rinconcito del alma para dar cabida a otros amores que permitan continuar. El que muere es uno. De a poquito, día a día. Sobre todo cuando el vacío dejado por ese amor pasado se prolonga vacante a través de los años.

Quizá algún lector ha de preguntarse a qué viene todo este divague melancólico. Yo me lo acabo de preguntar y no tengo respuesta. Será que tengo la lágrima fácil. Eso ya se sabe. O será que se acerca un nuevo cumpleaños y un nuevo aniversario de aquel adiós que tanto dolió, duele y dolerá. O será que, sin éxito, sigo buscando en otras pieles ilusiones y promesas como aquellas que hoy volvieron a mi memoria.

O será porque todavía te quiero, boludo, aunque sé cómo son las cosas y que todo ha sido para mejor, por más que el corazón sea terco y no quiera darse por enterado.

No me da vergûenza confesarlo ni creo que mi dignidad se vea afectada por ello. Con 55 años, tengo el cuero curtido y, al fin de cuentas, ¿para qué sirve el amor si uno no puede gritarlo?

Termino con Pessoa:



En cuanto a mí, el amor pasó
Yo solo le pido que no haga como la gente vulgar
Y no vuelva la cara cuando pasa a mi lado
Ni guarde de mí un recuerdo que involucre rencor.
Quedémonos uno frente al otro
Como dos conocidos de la infancia
Que se amaron cuando niños
Aunque en la vida adulta surjen otros afectos
Ellos conservan en los caminos del alma
La memoria de su amor antiguo
E inútil



Esto es todo por hoy. Desde las calurosas callecitas de esta Ciudad de la Santísima Trinidad y Puerto de Nuestra Señora de los Buenos Aires, se despide Víktor Huije, un cronista de su realidad que tiene el alma atribulada, pero la conciencia en paz. Ni él ni yo somos gentes vulgares. Ni nuestro amor fue inútil.




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