viernes, 24 de noviembre de 2017

El señor del tren


De nuevo en el oeste, poco a poco voy retomando viejos hábitos que (sin darme cuenta) formaban parte de mí mismo hace veinte años. Por ejemplo, viajar en el Sarmiento cada día, una aventura cotidiana, mística y degradante al mismo tiempo, que conjuga la maravilla de las simples cosas y la abyecta esencia de las bajezas humanas.

Eran las 15 horas de este jueves gris y sofocante. Yo suelo viajar en el último vagón, pero esta vez tuve que correr para alcanzar el tren y logré subir en uno de los coches del medio. Había mucha gente de pie y, sin embargo, un asiento vacío me estaba esperando, ignorado o despreciado por el resto del pasaje. Abro mi libro para entregarme a la lectura, pero apenas leo algunas líneas antes de escuchar la voz de uno de los tantos personajes que suelen ganarse las monedas gracias a la solidaridad de los viajeros. No se trata esta vez de un vendedor de artículos de dudosa procedencia; tampoco es una persona con vih (verdadera o no) que recita de memoria una larga lista de antirretrovirales para dar contundencia a su discurso, ni un discapacitado ni un desempleado que deshila su triste historia de vida rogando por una monedita de diez centavos que para nosotros es la nada misma pero para él (o ella) hace una gran diferencia y ayuda a poner un plato de comida en la mesa de sus hijos.

Esta vez se trata de un hombre de unos sesenta y tantos, piel oscura y agrietada, ojos cansinos, manos de obrero y ropa barata. Se detiene junto a la puerta del vagón y, mirando preferentemente al techo, comienza a hablar.

- Aquí no viaja el poderoso. -dice, palabras más, palabras menos- En este tren solo hay laburantes, gente que carga su mochila rumbo al trabajo o de regreso. Estudiantes. Amas de casa. Algunas con sus criaturas. Solo hay pueblo y, como tal, merecen todos ustedes mi respeto y mi admiración, cosa que trataré de demostrarles a través de mis palabras y mis canciones, que son las únicas herramientas de que dispongo actualmente para ganarme unas chirolas.

Semejante introito no pudo menos que llamar mi atención. El hombre hablaba con cierta gracia y una voz entre quebrada y pastosa, pero que no carecía de una dicción irreprochable. Eso sí: mirando al techo todo el tiempo, como huyéndole a las miradas de los otros. De nosotros. Con una fluidez de radio, dio el parte meteorológico, el nombre de la estación que acabábamos de pasar y el de la próxima, nos puso al tanto de las demoras del servicio ferroviario y, de repente, sin previo aviso y como si todo tuviera que ver con todo, reveló su gusto por la música, mencionó a Nino Bravo y nos hizo una breve reseña de su biografía. "Era un cantante español, barítono como Gardel, que en pleno auge de su carrera perdió la vida en su auto a los cuarenta años mientras viajaba por una ruta de las Islas Canarias. Para mí, una de las mejores voces que jamás se han oído", dijo.

Insisto en que se trataba de un hombre pobre. Económicamente pobre, claro está. Porque sus frases daban cuenta de una capacidad intelectual y afectiva que superaba la media y lo trasmutaban en un ser infinitamente rico.

Siguió hablando de Nino Bravo y enumeró sus grandes éxitos: "Noelia", "Un beso y una flor" y varias más, sin olvidar mi preferida: "Cartas Amarillas". Y entonces se animó a cantar. No sé si por falta de prejuicio, por exceso de autoestima, por algo de ambas cosas o sencillamente porque sí, se le animó a uno de los temas más difíciles del cantante español: "América". Solo cantó un fragmento y lo hizo pésimo pero... ¿cómo explicarlo?... ¡me gustó! O más bien debería decir que no me produjo el rechazo visceral que me generan tantas otras gentes que "cantan mal". Tenía una voz rasposa, opaca, deslucida y, sin embargo, sorprendentemente afinada. Aunque sin duda lo más atrayente de su "arte" era su actitud, la seguridad con que dijo que iba a cantar y, acto seguido y sin titubeos, cantó. Y cantó porque ese era su propósito desde el inicio. Solo eso. No buscar aplausos. No lucrar. Cantó para nosotros pero sobre todo cantó para sí mismo, entrecerrando los ojos y mirando al techo, usando como micrófono una botellita de agua que llevaba en la mano. 

- Estamos en Ciudadela. Próxima estación, Liniers. La canción que estaban escuchando era "América" de Nino Bravo y posteriormente popularizada por Luis Miguel. Lo digo para los que acaban de subir y no saben qué hago yo acá.

Luego hablo de otros cantantes melódicos de su preferencia: Camilo Sesto, Dyango, Sandro, Leo Dan... Y cuando mencionó a Leonardo Favio, su voz cobró un repentino timbre diáfano y dulzón.

- Favio era un cineasta, actor y productor, peronista como pocos, que murió a los 75 años, usaba siempre un pañuelo en la cabeza y se dio el gusto de cantar como ninguno. Yo escucho sus cds y no puedo dejar de pensar en lo feliz que se habrá sentido cada vez que cantaba. Aunque la canción fuera triste.

Y entonces cantó "Fuiste mía un verano". Lo hizo con la misma voz hecha bosta con que había cantado a Nino Bravo. Pero se notaba que esa historia del tipo que conocía por casualidad a una mina y se enamoraba de ella para después no volver a verla nunca más no era para él tan solo la letra de una canción vieja. Casi se le quiebra la garganta cuando susurró "Sé que nunca más". Luego, ya llegando a Liniers, donde yo tenía que bajar, expresó una disculpa que tal vez ya estuviera ensayada:

- Nino Bravo y Leonardo Favio, dos grandes artistas que, si me escucharan cantar sus temas, se levantarían de sus tumbas para acogotarme.

Con cierto pesar me bajé en Liniers. Él seguía hablando. Me dolió no poder darle alguna moneda como tanto se merecía. No tenía ninguna y yo también ando en la lona com para darle el único billete de cincuenta que llevaba en la billetera.

Salí de la estación canturreando "Fuiste mía un verano" y, en el pecho, la nostalgia y la dicha se disputaban la hegemonía.

Nino Bravo tenía pinta de concheto. Cantaba muy bien y fue uno de mis preferidos, pero no voy a negar que siempre me pareciò uno de esos que sienten asco de su propia mierda. Él seguro que se hubiera horrorizado con los cantos del señor del tren. Pero Favio era pueblo, era un tipo que jamás se olvidó de sus orígenes y no me cabe duda de que ha de sentirse orgulloso de que un tipo pobre reviva sus canciones con voz cascada en un vagón de tren. Y mucho más si ese tipo puede, de tal modo, llevarse una migaja a la boca con la satisfacción que solo da la dignidad y la conciencia limpia.


Eso es todo por hoy. Desde las grises callecitas de la siempre misteriosa Ciudad de la Santísima Trinidad y Puerto de Nuestra Señora de los Buenos Aires, se despide Víktor Huije, un cronista de su realidad que ha regresado a Haedo con la esperanza de reencontrarse consigo mismo.


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