domingo, 9 de julio de 2017

Una Independencia Agrietada


A fuerza de escucharlo (o de que le machaquen a uno la cabeza), muchos han naturalizado aquello de que hay una “grieta” en la sociedad argentina y, por supuesto, si esa grieta existe, la generaron los K. Ninguno, entre ese rebaño de chichipíos, sabe que (siempre y cuando sea verdad que esa grieta existe) la padecemos desde los mismos albores de la nacionalidad.

En estos días se conmemora (ya que por estas épocas que nos toca vivir no estamos muy en vena como para celebrar) el 201º aniversario (léase, por favor, “ducentésimo primer aniversario” y no “doscientos un aniversario”, que es una grasada) de la declaración de nuestra independencia (por si acaso, que alguien le avise al presidente; no vaya a ser cosa que mañana se le dé por decir que es el día de San Martín).

Aunque casi nadie lo tenga muy en mente, hace doscientos un años, lo que hoy conocemos como República Argentina no era más que un conjunto de provincias aisladas, que se decían “unidas” pero no paraban de mirarse con desconfianza unas a otras y casi todas a una en particular: Buenos Aires. Habían pasado apenas seis años desde la Revolución de Mayo y la ciudad puerto ya había dado suficientes motivos como para que sus “hermanas” la miraran con recelo. Esto no suelen contarlo los textos escolares o lo mencionan muy por arriba, casi al pasar y como si fuera nomás una anécdota.

Lo que tampoco cuentan ni los textos escolares ni las publicaciones herederas del Billiken o el Anteojito (si es que algo así existiera en estos tiempos de internet y Wikipedia) es que esas mismas provincias que, antes de 1810, habían constituido el Virreinato del Río de la Plata se hallaban separadas en dos bloques: el de las autodenominadas Provincias Unidas del Río de la Plata, con Buenos Aires a la cabeza, lo que hoy sería el NOA, Cuyo y la actual Bolivia (más o menos), y la Liga de los Pueblos Libres, integrada por las actuales provincias del litoral, la Banda Oriental (Uruguay) y Córdoba, liderada por Artigas.

Eran tiempos difíciles, sin duda. Había problemas por donde miraran, con enemigos de afuera y enemigos de adentro. Como protagonista del primer movimiento revolucionario triunfante contra el poder de España, Buenos Aires quería ponerse al frente del nuevo estado, sin tener en cuenta la voluntad ni los deseos ni los intereses de las provincias que, ya desde entonces, se llamaban “del interior” (como si Buenos Aires estuviera “afuera”). Y no era poca cosa. Históricamente, por ejemplo, las provincias del NOA estuvieron siempre mucho más ligadas con el Perú que con el puerto y Cuyo era más chileno que platense. Ni hablar de las provincias que seguían a Artigas, para quienes Buenos Aires representaba (no sin razón) un yugo tanto o más insoportable que el de Fernando VII. Y ya que hablamos de Fernando, tampoco hay que olvidar que, después de volver al poder tras la caída de Napoleón en Europa, habiendo encontrado a casi toda la América sublevada contra España, lo único que le faltaba recuperar eran estos territorios del sur. Y había dado órdenes de que los realistas se nos vinieran al humo, tanto desde Perú como desde Chile.

Así las cosas, era imperiosa una decisión concreta: o se declaraba de una buena vez la independencia o se daba marcha atrás con todo lo actuado en seis años (tal como había sucedido en Europa con el llamado período de la “Restauración”). Y aunque les parezca mentira, otra cosa que los textos escolares no cuentan es que ni siquiera en eso había un total acuerdo. Sin mencionar a los sectores terratenientes (principalmente de Buenos Aires y el Litoral) a quienes les importaba un pepino si éramos nación o colonia, siempre y cuando ellos mantuvieran sus ganancias exportando cueros, sebo y tasajo (si no saben qué es el tasajo, gugléenlo, che).

En su afán por liderar, los mandamases de Buenos Aires estaban enfrentados con todos los del interior. Pero sobre todo con Artigas. Y cuando hablan de Artigas y de Tucumán, los textos escolares a lo sumo mencionan que el Gran Oriental se negó a enviar representantes al Congreso reunido en 1816. Lo que no dicen es por qué se negó y por qué nuestra nación nació con un toco de provincias de menos. Nada menos que Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes, Misiones, Córdoba y, por supuesto, la Banda Oriental. O sea: ¡medio país por aquellos tiempos! Más que grieta, eso era una fractura tectónica.


Más o menos así era nuestro mapa de aquellos años.

La virtual guerra entre Buenos Aires y el Litoral empezó en 1814.

José Gervasio de Artigas era un prestigioso oficial de la Banda Oriental. Tanto que, cuando se definió públicamente a favor de la causa independentista, recibió el apoyo de muchos otros oficiales orientales, frente a los cuales venció en la batalla de Las Piedras (1811), dando inicio al sitio de Montevideo, último baluarte de la resistencia realista en el Río de la Plata.

Desde el primer momento, Artigas se opuso a las ideas centralistas de los porteños, pero la cobardía y la inacción de los miembros del Primer Triunvirato le dieron las primeras muestras de que con esa gente no valían los acuerdos amistosos. Por diversas razones que, de aclararlas, nos alejarían demasiado del eje de estas líneas, la guerra independentista había quedado casi exclusivamente en manos de Buenos Aires y la verdad que los triunviros del momento (manejados por el inefable Bernardino Rivadavia, uno de esos tipos que no se explica cómo llegaron a tener tanta influencia) no estuvieron a la altura de las circunstancias. ¿Los ejércitos realistas nos atacaban desde el Perú? Entonces que el Ejército del Norte se repliegue hasta Córdoba y abandone a su suerte a los pueblos del Alto Perú y de Salta. ¿Tropas portuguesas invadían la Banda Oriental con la excusa de auxiliar a los realistas de Montevideo? Entonces firmemos un armisticio y entreguemos la Banda Oriental al virrey Elío. Claro está que esto último enfureció a Artigas, quien desconoció el tratado y se retiró con sus tropas hacia la provincia de Entre Ríos. Lo sorprendente (incluso para Artigas) fue que gran parte de la población se fue con él, dando origen al llamado Éxodo Oriental, que hoy se considera como uno de los hechos centrales en la formación del sentimiento nacionalista uruguayo, denominado “orientalidad”. No obstante, sus protagonistas lo llamaron “la redota”, palabra que era de uso vulgar en el español rioplatense de la época y que se originó por deformación del vocablo "derrota".

Caído el Primer Triunvirato, los nuevos triunviros retomaron el sitio de Montevideo y, a pesar de que Rondeau (el comandante de las tropas porteñas) no le tenía mucho aprecio, Artigas se sumó a la empresa. Convocada la Asamblea del Año XIII, también envió a sus representantes, con la expresa instrucción de reclamar la independencia absoluta de España, establecer un gobierno republicano, democrático y federal y, sobre todo, fijar la capital del nuevo estado fuera de la ciudad de Buenos Aires.

Así como el Primer Triunvirato había estado dominado por las ideas de Berni, el Segundo Triunvirato se movía bajo los hilos de la Logia Lautaro, una secta masónica en la que militaba San Martín pero que, en los hechos, estaba manejada por uno de sus antiguos amigos: Carlos María de Alvear, un encarnizado enemigo de la causa artiguista y de toda otra causa que no fuera la propia. Cuento corto: la Asamblea rechazó a los diputados orientales y Artigas se dio cuenta de que con esa gente no valían las palabras.

En enero de 1814, Artigas abandonó el sitio de Montevideo y se retiró a la campaña con claras intenciones de prepararse para un ataque porteño. La Asamblea del Año XIII había dotado al país de una nueva forma de gobierno, el Directorio, cuyo primer titular fue el tío de Alvear, don Gervasio Antonio de Posadas, quien declaró a Artigas como enemigo de la patria e incluso ofreció recompensa a quien lo entregara vivo o muerto. Lo que ni Alvear ni Posadas habían tenido en cuenta era la posible adhesión de los provincianos a la causa federal que representaba Artigas. Craso error de su parte, ya que en cuestión de pocos meses, tanto la Banda Oriental (menos Montevideo) como Entre Ríos, Corrientes y Misiones se habían unido a las fuerzas artiguistas. Su poder creció tan desmesuradamente que hasta los propios realistas montevideanos (impulsados por el enfrentamiento con los porteños) le propusieron una alianza e incluso dinero, posesiones y títulos a cambio de abandonar la lucha independentista, propuestas que (por supuesto) el Gran Oriental rechazó sin dudar.

También es cierto que tales ofertas por parte de los realistas eran un último manotón de ahogado, ya que Montevideo no podía resistir mucho tiempo más de asedio. De hecho, en los últimos días de la campaña y con ánimos de alzarse con todo el crédito, el mismísimo Alvear se hizo cargo de las operaciones y, de ese modo, triunfalmente entró en la ciudad el 23 de junio de 1814. Sin embargo, la situación de los porteños era todavía endeble. Artigas seguía dominando la campaña oriental y casi todo el litoral. Pero Alvear era un tipo supuestamente astuto y de muy pocos escrúpulos, así que simuló un acercamiento con el caudillo y le propuso un encuentro a fin de fijar los términos de un armisticio que incluiría la entrega de Montevideo a los federales. Vaya uno a saber si por sospechas o qué, la cosa es que Artigas aceptó la reunión pero envió tropas de vanguardia que se asentaron en Las Piedras, apenas un día después de rendida la ciudad. Llámenlo suerte, premonición o astucia, la cosa es que esa noche, cuando las tropas de Alvear atacaron a traición el campamento artiguista y masacraron a todos sus hombres, el Protector de los Pueblos Libres no se hallaba presente.

Alvear se creía un tipo inteligente y superior a los demás, pero la verdad es que, como político, metió la pata a más no poder. Por ejemplo, su accionar contra Artigas no pudo siquiera rasguñar el poder de su contrincante y solo le impidió a Buenos Aires disponer de tropas para reforzar el único frente de guerra que le quedaba en la lucha por la independencia: el norte. Muy por el contrario, fue necesario mantener tropas tanto en la Banda Oriental como en Entre Ríos, para resistir las ofensivas federales, en una guerra civil sin sentido que solo respondía a sus intereses personales y a los de los terratenientes que lo mantenían en el poder, escudados por la Logia Lautaro. Y no era Artigas el único que no lo quería. Regresado a Buenos Aires, se hizo nombrar por su tío al frente del Ejército del Norte, donde volvería a reemplazar a Rondeau, pero una sublevación de la tropa en contra de su nuevo comandante lo obligó a regresar sin siquiera haber asumido. Fue entonces que, asumiendo su falta de autoridad, el tío Posadas presentó la renuncia. Un acto de dignidad, sin dudas, pero que fue ensombrecido por la posterior resolución de la Asamblea. ¿Que cuál fue? ¡La de otorgarle el cargo de Director a Alvear, por supuesto! De modo que el tipo llegó al gobierno con apenas 25 años e impuso una verdadera dictadura que no se ahorró espionajes, ni arrestos arbitrarios, ni abusos de poder, ni fusilamientos sumarios, ni embelecos de reyezuelo de cuarta.

Obsesionado con Artigas pero imposibilitado de derrotarlo por el momento y con la oposición de las demás provincias cercando su “reinado” a poco de la asunción (incluso su antiguo amigo San Martín se atrevía a desafiarlo), llegó a proponerle la entrega de la Banda Oriental para que estableciese allí un estado independiente a su gusto. El pobre tipo (al igual que muchos tipejos de hoy en día, defensores de la idea de “la grieta”) no podía comprender que hubiera quienes obran, no en orden a sus propios y mezquinos intereses, sino de acuerdo a sus ideales. Por supuesto que Artigas se negó rotundamente a la división del territorio nacional, aunque esta vez no se preocupó en guardar las buenas formas que contemplara cuando una oferta semejante provino de parte de las autoridades realistas.

Descartada ya una de sus últimas cartas de triunfo, Alvear decidió tomar el toro por las astas. Para ello reunió un numeroso ejército (de unos 5.000 hombres) y lo mandó contra la provincia de Santa Fe (que acababa de ser tomada por tropas federales), con la idea de que luego de aplastar la insurrección se dirigieran directamente a la Banda Oriental para aniquilar a Artigas. Pobre tipo. Claro, a los 25 años uno suele estar todavía verde para ciertas empresas y puede que se sintiera la reencarnación de Alejandro Magno. Pero si así fue, tendría que haber ido en persona al frente de sus tropas. En cambio, el poderoso ejército tenía una vanguardia al mando de José Ignacio Álvarez Thomas, un joven coronel nacido en Arequipa (actual Perú pero por entonces territorio del ex Virreinato del Río de la Plata), que cuando era apenas un crío había huido de Buenos Aires durante la Primera Invasión Inglesa acompañando a Sobremonte, pero también había tenido una muy destacada participación en la guerra independentista, sobre todo en el sitio de Montevideo. El tipo debió suponer que Álvarez Thomas era un oficial de confianza, pero lo cierto fue que, antes de cruzar la frontera interprovincial, en la llamada posta de Fontezuelas (lo que hoy se ha transformado en la ciudad de Pergamino), el coronel se reunió con enviados artiguistas y anunció que contaba con el apoyo de todos sus oficiales y soldados para negarse a usar sus fuerzas en una guerra civil. En esa reunión previa a la proclama, había asegurado a los federales que firmaría un tratado de paz con Artigas y que lograría la reunión de un congreso verdaderamente representativo. Acto seguido, dio la vuelta y marchó sobre Buenos Aires. Desesperado, Alvear ya había enviado sus cartas a la Corona Inglesa, clamando por un protectorado. Pero ya era tarde. Apenas tres meses después de su asunción, se vio obligado a abdicar… digo… a renunciar.

Desaparecido Alvear de la escena política nacional (pero solo por el momento, ya que huyó a Brasil y volvió después de unos años para seguir haciendo de las suyas), todo parecía indicar que Artigas había ganado la guerra. Pero en nuestro país, queridos chichipíos, nunca está todo dicho. La Asamblea del Año XIII se había disuelto y, en su lugar, el Cabildo de Buenos Aires nombró al nuevo Director Supremo. El elegido fue nada más y nada menos que José Rondeau, pero como todavía seguía al frente del Ejército del Norte, se designó como interino al mismísimo Álvarez Thomas.

Fiel a su promesa, el nuevo gobernante inició tratativas para terminar la guerra emprendida contra Artigas y se llamó a la reunión de un nuevo congreso que, esta vez, se reuniría fuera de la ciudad de Buenos Aires. Imagino que ya se imaginarán de qué congreso se trata.

Entusiasmado por tal convocatoria, Artigas decidió reunir otro en Concepción del Uruguay. Pero no para hacerle competencia, sino para discutir democráticamente las propuestas que llevarían sus diputados al de Tucumán. Las ideas de Artigas y sus seguidores eran las mismas de siempre: una organización de tipo republicana, democrática y federal, pero cierto es que, por aquella época, había otras propuestas y hasta podría decirse que el republicanismo estaba en minoría. Incluso Belgrano era partidario de una monarquía encabezada por un príncipe incaico. Sin embargo, el primer tema que el Congreso de Oriente (así se lo llamó) quiso solucionar fue la finalización de la virtual guerra contra los porteños y para ello envió una comisión a Buenos Aires.

Lo que Artigas no había tenido en cuenta era que los intereses que habían encumbrado al delirante Alvear seguían vigentes. Sus ideas en relación a la economía y a las reivindicaciones sociales (verdaderamente de avanzada) no congeniaban con el conservadurismo de los terratenientes, que solo se preocupaban por facturar y por pagar lo menos posible a sus trabajadores, siendo su ideal un Estado permisivo y, de ser posible, esclavista. Por esa razón, cuando sus delegados llegaron a Buenos Aires, al mismo tiempo que sus autoridades los recibían con hospitalidad, tramaban en secreto una nueva invasión contra la provincia de Santa Fe, integrante de la Liga de los Pueblos Libres. Para distraer a los enviados artiguistas, se montó una seguidilla de banquetes y ceremonias en las cuales se les otorgaba honores y se los agasajaba como a aliados fundadores del nuevo estado. Pero los federales no eran tan tontos y muy pronto se dieron cuenta de que algo se estaba preparando a sus espaldas, por lo cual presentaron una protesta formal por la falta de avances en las negociaciones. Fue entonces cuando el mismísimo Director Álvarez Thomas dio la orden de SECUESTRARLOS. Se les comunicó que serían alojados en un lugar más cómodo y seguro (un buque en medio del río) pero todos comprendían que habían sido arrestados La idea era impedir por todos los medios que se enteraran de los preparativos del ataque y avisaran a su jefe de las noticias. ¿Y cuáles eran las noticias? Que tropas al mando de Juan José Viamonte (todos nombres de calles muy populares, ¿vieron?) marchaban contra Santa Fe a fin de asegurar el dominio de la provincia (principalmente el de los puertos y las aduanas de la capital y de Rosario), de modo de fijar frontera de las Provincias Unidas en el río Paraná y abandonar a su suerte los demás territorios controlados por Artigas. Si era su deseo, podían independizarse. O ser fagocitados por el poder expansivo que crecía en la corte de Río de Janeiro.

¿Traición a la patria? ¡Pero por supuesto! Y sin embargo estas gentes tienen sus estatuas que los presentan como héroes (pero acuérdense que la grieta la crearon los Kirchner).

Entre el 25 y el 30 de agosto de 1815, las ciudades de Rosario y Santa Fe fueron arrasadas. Pero no por tropas extranjeras ni por objetos voladores no identificados llegados desde allende los cielos. El ataque impiadoso era perpetuado por las tropas porteñas a las órdenes de Viamonte, quien, luego de terminadas sus fechorías, designó un gobernador títere en la provincia y se volvió tan campante a Buenos Aires. Porque tan indignos eran estos “próceres” que ni siquiera hacían lo que debían hacer para darle continuidad a sus arbitrariedades y, en pocos meses, los federales ponían fin a la trágica comedia, recuperando el territorio y regresando a la provincia bajo el protectorado de los Pueblos Libres.

Todo esto que les acabo de contar y muchas otras atrocidades más es lo que no dicen los textos escolares cuando hablan de nuestra independencia. Esta es la razón por la cual Artigas no envió diputados al Congreso de Tucumán. Le habían dejado más que claro que no podía confiar en esa gente. Y en lo sucesivo, le demostrarían que podían ser todavía más miserables.

Esto es todo por hoy. Desde las grises y lluviosas callecitas de la Ciudad de la Santísima Trinidad y Puerto de Nuestra Señora de los Buenos Aires, se despide Víktor Huije, un cronista de su realidad que, en este 9 de julio ha de levantar su copa por uno de los pocos tipos de la historia que merecen su respeto: el Gran Protector de los Pueblos Libres, don José Gervasio de Artigas.


2 comentarios:

Luckitas dijo...

Desde siempre existieron 'grietas' en la sociedad argentina como en cualquier otra sociedad. Sucede que no las vivimos.

Pero la que fomentó y profundizó el gobierno 'K', dudo que sea igualada. Sé de familiares y de amigos que dejaron de hablarse o de reunirse o si se reunían, no se hablaba de política, porque estaban políticamente enfrentados.

Y eso no lo consiguieron, ni siquiera los del Proceso de Reorganización Nacional. Quizás el peronismo en su momento

Así que, no desmientas, 'que las brujas no existen, pero que las hay, las hay'...

Besos!

Anónimo dijo...

¿Y por qué serían los Kirchner y no otros los que crearon esa supuesta grieta?

Novelas de Carlos Ruiz Zafón