martes, 16 de mayo de 2017

El hijo del milico



Cerro del Torreón era un pueblito ubicado a un par de kilómetros de la Capital. Sin embargo, esa corta distancia hacía una gran diferencia. Porque "el Cerro" (como decían cariñosamente los del lugar) era sin embargo un pueblo de provincia con todas las de la ley. Debía su nombre a un mítico torreón que, en tiempos de la colonia, se emplazaba supuestamente junto a la iglesia, en la parte más alta de la región. A no ser por una rudimentaria pintura que se exhibía en la intendencia, no había otra documentación, ni histórica ni arqueológica, que probara su existencia, pero tampoco era necesaria ninguna prueba. Allí todos conocían a todos y (muchas veces a escondidas) todos hablaban de todos. Sin una vida apasionante que disfrutar, el tedio cotidiano llevaba a los cerrenses a ocuparse en demasía de la vida ajena. Casi como si fuera un deporte, podría decirse. Y como en todo deporte, había una tabla de posiciones, en este caso, consensuada tácitamente entre todos los habitantes y desde siempre liderada por Doña Haydé, una señora menuda pero muy activa, que en todo momento estaba atenta a su entorno. A ella recurrían las esposas engañadas para descubrir a las desvergonzadas que le quitaban al marido por las tardes. O los maridos que no recordaban el día del cumpleaños de sus mujeres. O los jubilados que necesitaban de un apoyo para llegar hasta el banco en los días de cobro. Porque, además de chismosa, Doña Haydé era también servicial y comedida. Para muchos, metiche.

Frente a su casa, vivía Evelia Rosas, una mujer joven y alegre a pesar de las penurias que le había tocado padecer. Había llegado al pueblo a los veinte años, junto a su marido, y enviudado cuatro años después, con su hijo Adelmar que apenas había dejado los pañales. Tuvo que aprender a sobrevivir por sus medios y a trabajar de lo que fuere con tal de llevar la comida a casa. Pocos conocen la historia de esos años y suponen que Evelia nunca se dejó caer y mantuvo su actitud y perseverancia siempre en alto. Pero Doña Haydé sí sabía de sus momentos de flaqueza, de esos días en que hubiera vendido su alma al diablo a cambio de un respiro. Evelia lloraba solo cuando nadie la veía y su verdadera fuerza aparecía en el momento en que debía mostrarse, ante el mundo, libre de agobios y pesares. En especial, las noches eran su gran tormento. Esas interminables horas en las que el universo se ponía en pausa, en tanto su corazón y su cabeza se disputaban el control de la situación. Sola en la pequeña casa, acompañada nada más que por su hijito, necesitaba ardientemente la compañía de un hombre que la sostuviera y la cobijara.

Ese desconocimiento de su intimidad hizo que, para el resto del pueblo, fuera una gran sorpresa la aparición de Cesáreo Salas. Un tipo de otros pagos, medio bruto, que manejaba un camión y se reía a carcajadas por cualquier estupidez, con estridencias muy poco habituales por aquellos lares signados por la discreción y el disimulo. Pero Doña Haydé ya lo había presentido. La joven viuda no era una mujer de cama fría, tenía buenas curvas, una belleza mestiza imposible de ignorar y era solo cuestión de tiempo hasta que los gavilanes comenzaran a acecharla. Desde el mismo día de la partida del difunto, se habían iniciado las rondas de cortejo. A los del pueblo Doña Haydé los conocía a todos y a todos reprendía. Porque ya se sabe que el período de luto no podía ni debía ser pasado por alto. Ella no tenía empacho en decírselo en la cara. A los extraños solo les dedicaba una mirada adusta como advertencia. Éste Cesáreo, en particular, no era en absoluto de su agrado y desde el primer día supo que no era trigo limpio. Sin vueltas, tal como era su costumbre, y sin que nadie se lo preguntara, se lo dijo a Evelia con esas mismas palabras: que Cesáreo Salas no era trigo limpio. Pero Evelia estaba ilusionada y su corazón era sordo a las razones.

Cesáreo llegaba con su camión todas las tardes sin faltar ni un día, a la hora en que la viuda descendía del ómnibus que la traía desde su trabajo en la Capital, y se iba pasada la medianoche (hora en que Doña Haydé cerraba por fin su persiana). Rara vez se quedaba a dormir. Sobre todo después de aquella ocasión en que el cabo Pérez (siempre a cargo de la comisaría, en virtud de la borrachera continua del Sr. Comisario) lo confundiera con un cuatrero y se lo llevara al calabozo, demorado hasta la madrugada. El cabo era un servidor de la ley rechoncho y retacón, adicto a las películas de Humphrey Bogart, y fantaseaba con protagonizar alguna vez su propio policial. En relación con aquel malentendido, las malas lenguas dicen que el milico no se confundió nada y que solo pretendía ahuyentar al forastero. Todo puede ser. Ya se sabe que los pueblerinos suelen ser muy quisquillosos a la hora de defender su coto de caza.

No obstante, a Evelia se la veía radiante e incluso Adelmar estaba más gordito y mejor vestido. Las comadres del pueblo hablaban, sí, pero ella tenía el temple necesario para hacerles pito catalán a los chismorreos. Quizá, lo único realmente malo llegara cuando el niño comenzó la escuela y sus compañeritos le hacían burlas en referencia a su "nuevo papá". Pero ya desde entonces, el pequeño Adelmar dio muestras de estoicismo e hizo lo necesario para no agobiar a su madre con sus propios problemas.

Adelmar no reía ni lloraba. Si se lo pedían con buenos modos, ayudaba. Y ante la más mínima agresión, gruñía. Era famoso en el potrero donde los chicos de su edad jugaban a la pelota después de la escuela. Algunos lo acusaban de pegar duro, pero él se disculpaba sosteniendo que el fútbol era cosa de hombres. Su madre estaba de acuerdo, pero tuvo que tomar cartas en el asunto cuando la "hombría" de su hijo empezó a extralimitarse, al punto de producir lesiones que requirieron la intervención del Dr. Friberg e incluso del cabo Pérez. Salvo Doña Haydé, nadie tomó nota de que aquellos primeros incidentes tuvieron lugar algunas semanas antes de que el vientre de Evelia comenzara a crecer. Fue también por la época en que Cesáreo Salas dejó de ir todas las tardes a Cerro del Torreón.

La última vez que Cesáreo pasó la noche en casa de Evelia fue cuando salió de allí, ya de mañana, trajeado y perfumado. Todos saben que se subió a su camión y partió rumbo al registro civil para casarse con otra. Los pormenores de aquella noche se desconocen pero los vecinos dan fe de que los escucharon discutir. Ni siquiera Doña Haydé llegó a tener información fidedigna y, en el caso en que Adelmar supiera algo, no hay duda de que se llevó el secreto a la tumba.

Evelia ya no fue la misma desde entonces. Aun cuando mantuvo su sonrisa y su jovialidad habituales, algo en su mirada delataba su tristeza y su renovada angustia.

- No te preocupes, -le decía Doña Haydé- que mientras vos estés en el trabajo, yo te voy a cuidar a los chicos. Adelmarcito conmigo es un encanto y, si Dios quiere, el que viene en camino va a ser igual de bueno.

El que venía en camino llegó una madrugada de enero y contra todo pronóstico recibió el nombre de César. Fue un escándalo familiar.

Desde la fiesta de Año Nuevo y con la idea de ayudarla en el parto, llegaron desde el norte su madre Imelda y su hermana Branca a pasar una temporada. Todo iba bien hasta que Evelia dio a conocer el nombre del bebé, en el caso de que fuera varón. Imelda no era una mujer de muchas luces pero podía darse cuenta de que ese nombre sería por siempre como la sal en la herida, aunque no supiera expresarlo. Branca, en cambio, fue muy clara:

- Cada vez que lo nombres te vas a acordar de ese hijo de puta.

Pero Evelia no entró en razones. El niño se llamó Cesar Hilario Rosas y, tácitamente, la familia en pleno optó por llamar al bebé por su segundo nombre. Que Hilarito de aquí, que Hilarito de allá, mientras las parientas estuvieron en la casa, el bebé casi no visitó la cuna. De la teta de su madre pasaba a los brazos de su abuela o de su tía y, de tanto en tanto, también a los de Doña Haydé. Era un niño regordete y blanco como la leche, herencia de su abuela paterna que (nadie lo sabía por entonces) era polaca. Esa piel tan pálida, en el seno de una familia norteña cuyos orígenes se perdían en los albores del tiempo, fue el primer sello distintivo que le deparaba el destino. En muchos sentidos, Hilarito nunca fue un chico como los demás... pero eso es harina de otro costal.

Al igual que su hermano Adelmar, Hilarito no lloraba nunca. Pero sí reía. Y ya desde los primeros días de vida solía mantener los ojos bien abiertos y atentos a lo que sucedía a su alrededor. La abuela Imelda no se cansaba de acariciarlo, su tía Branca le inventaba canciones con historias de animales en las que los lobos siempre estaban al acecho y los conejitos eran los héroes astutos. Por su parte, Adelmar estaba atento a cada gesto y se había autoimpuesto la tarea de detectar cuando el bebé ensuciara los pañales. Eso de limpiarle la mierda no reforzaba su masculinidad ni tampoco era agradable, pero no veía inconveniente en dar aviso.

Cuando las parientas tuvieron que marchar, escasearon las caricias y las canciones de animales, pero la mirada vigilante de su hermano no cesó en ningún momento. Todavía no comenzaban las clases, por lo que podía dedicarse a ello a tiempo completo, olvidado como estaba del potrero y de las "cosas de hombre". Tal era el magnetismo de Hilarito, ya desde la cuna.

Algunos hablan de suerte y otros de destino, pero lo cierto es que, el día en que sucedieron los hechos, los dos hermanos de alguna manera estaban conectados.

Era un día domingo y Evelia aprovechaba su día franco para la limpieza. Mientras Hilarito dormía en su cuna, ella lavaba ropa y Adelmar jugaba a la pelota. Ella protestaba y él la provocaba haciendo picar el balón cerca de las prendas ya tendidas en la soga. Ella se secaba el sudor de la frente con el antebrazo y él daba un último pelotazo sin querer, que dejaría una barrosa mancha circular en las sábanas blancas recién lavadas.

Nunca supo qué fue exactamente, pero algo en su interior encendió una alarma y toda su atención pasó a otro plano. ¡Su hermanito! ¿Dónde estaba su hermanito? Evelia no alcanzó a enojarse por la sábana sucia. Adelmar salió disparado hacia la casa al grito de "¡Se lo lleva!" y, aun sin entender nada, ella salió tras él.

Apenas tuvieron tiempo de ver cómo Cesáreo Salas salía de la casa con el bebé en brazos y todos los recuerdos que tuvieron después fueron borrosos. Cesáreo era un tipo ágil, pero Adelmar era un chico de ocho años que le dio alcance cuando luchaba por abrir la puerta de su camión. Los nervios le estaban jugando una mala pasada y la maldita puerta no se abría. El bebé había empezado a llorar y el otro mocoso lo pateaba como un salvaje, mientras Evelia atravesaba la calle, tropezaba, caía, lo insultaba a los gritos desde el suelo y, en la esquina, aparecía el cabo Pérez, corriendo agitado y desenfundando el arma. Detrás de él, Doña Haydé también corría y lloraba. Había visto el camión a través de la ventana y no dudó en dar aviso a la policía. Para Cesáreo no había muchas opciones. Aferró fuertemente al bebé con un brazo, derribó a Adelmar con un fuerte revés y finalmente pudo abrir la puerta del camión No sabe cómo depositó a Hilarito en el asiento pero jamás pudo olvidar el frío de la pistola en su sien, cuando el cabo pronunció su frase de película: "Quieto o disparo".

La gente ya se había agolpado en el lugar y el intento de secuestro fue noticia durante días. Las comadres tuvieron nueva tela que cortar y hasta Doña Haydé, genio y figura del cotorreo vernáculo, llegó a indignarse ante tantas barbaridades que se dijeron. Fue también cuando Adelmar le bajó dos dientes de una trompada a un chico del barrio. En su defensa solo dijo que Hilarito no era hijo del milico.


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