Cuando yo tenía veinte años, hablar de pornografía era un verdadero pecado mortal, aun para las mentes más liberales de nuestro medio queer. No como ahora, que el tema está más instalado y pocos son los que no han incursionado alguna vez en un cine porno. A pesar de ya no ser tan inocente, por aquel entonces mi experiencia dentro del mundo gay era limitada y aun me creía miembro de una selecta minoría de seres que nadaban contra la corriente, en un mundo donde lo heterosexual era "lo correcto". Sin embargo, el deseo pudo más y me fue posible así quebrar una barrera que me impedía ser yo mismo: la del prejuicio respecto de mis propios sentimientos.
Fue un 26 de enero del '83. El país todavía estaba bajo el yugo de las botas militares, aunque la derrota de Malvinas ya había puesto fecha de vencimiento al Proceso de Reorganización Nacional. Recuerdo muy bien la fecha porque fue un regalo de cumpleaños que me hice a mí mismo.
No recuerdo cómo lo descubrí pero un día supe que ese local oscuro que había en la calle Urquiza, entre Alsina y Moreno, no era otra cosa que un cine porno. Tardé meses en decidirme a entrar y, cuando lo hice, sentí que mi vida ya no sería la misma de allí en más. Es decir que, a partir de ese nuevo "alumbramiento" puedo asegurar que el 26 de enero de 2009 cumpliré veinticinco años... de puto asumido.
El lugar era sórdido (¿para qué negarlo?) y me dio un poquito de miedo trasponer ese telón negro que oficiaba de entrada a la sala. La oscuridad era casi total y lo único que se podía ver con nitidez era la pantalla, en la que se desarrollaba una escena de sexo entre dos adolescentes. Lejos de todo morbo, la imagen me generó ternura. No había primerísimos planos, ni violencia, ni música enlatada. Los chicos parecían disfrutar verdaderamente de lo que estaban haciendo, con dulzura, con una iluminación natural y no agresiva y un piano suave que contrastaba fuertemente con los jadeos ahogados que me circundaban. Era un film donde lo erótico tenía una potencia en verdad remarcable. Todo inmerso en un medio en el que el olor a sexo desvirtuaba toda poesía que pudiera emanar de la pantalla. Sin dar detalles de mi experiencia personal de aquella tarde, ese fue mi primer contacto con un mundo que, en el futuro, me demostraría que yo no era tan diferente a tantas y tantos otras y otros que hallaron en el sexo un modo de expresión. Con el tiempo supe que aquella película que me había impresionado tan positivamente se llamaba "Tendres Adolescents". Se trataba en realidad de un corto que no superaba la media hora y su director era un francés de nombre tan dulce como su opera prima: Jean Daniel Cadinot.
Huelga la aclaración de que, de allí en más, me hice habitué del mencionado sucucho y que mis experiencias con la pornografía tomaron cierta distancia de aquel bucólico primer acercamiento. Conocí el cine americano (muchísimo más explícito y carente de poesía) y el cine alemán (en el que la berretada era tan notoria como la minoridad de sus "actores"). No obstante, yo seguí fiel a Cadinot, liberé mi imaginación y me permití plagiarlo en mis encuentros amorosos (más de unx debería estarle agradecidx).
Para quien supo ver más allá de lo evidente, JDC fue un maestro en todo sentido. Fue una fuente inagotable de fantasías eróticas, impulsor de un nuevo lenguaje para la pornografía (que casi dejó de ser una mala palabra para transformarse en una nueva faceta del arte) y, sin duda, un activista gay muy poco convencional que desde la lente de su cámara plasmó un mundo en el que nosotrxs también teníamos derecho a ser. Por todo ello, a lo largo de sus sesenta y cuatro años, cosechó admiradores y detractores, entre propios y ajenos, dando como pocos un particular sentido a aquella expresión del Quijote: "Ladran, Sancho...".
Y no caben dudas de que cabalgó en contra de improperios y condenas.
El pasado 23 de abril, un paro cardíaco apagó para siempre su cámara. Una muerte ciertamente dulce si las hay. Y podría suponerse que es el fin de su historia. Sin embargo, los que conocemos su trayectoria bien sabemos que su obra está presente (y lo seguirá estando) en la de otros realizadores para quienes el sexo no es solo fuente de divisas, sino también un modo de decirle al mundo que el placer es tan humano como respirar.
El mismo Cadinot, a modo de despedida en su blog, plasmó su filosofía en una frase: «Un falo erguido es un símbolo de vida, una cruz es un símbolo de muerte».
Esto es todo por ahora. Desde las callecitas de la siempre misteriosa Buenos Aires se despide Víktor Huije, un cronista de su realidad que hoy ha querido rendirle homenaje a un hombre que hizo del placer una bandera.
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