lunes, 22 de junio de 2009

¿Padre hay uno solo?


A mí nunca me dieron permiso para tener hijos. Ni tampoco lo pedí. Del mismo modo en que tampoco solicité autorización para amar, para gozar, para entregarme. Nadie en su sano juicio podría imaginar que tales maravillas de la existencia humana debieran estar regladas por los tribunales del Estado, así como nadie que estuviera en sus cabales debería suponer que uno es mejor o peor padre si prefiere acostarse con una mujer o con otro hombre. Tema remanido que aun hoy (¡válgame dios!) es necesario aclarar a las mentes obtusas que gustan de dictaminar quiénes pueden y quiénes no ejercer un derecho tan indiscutiblemente humano como el de dar y recibir afecto.

¿Les conté alguna vez la historia de mis tres padres?

Creo que no. He hablado en estas páginas harto seguido de mi señora madre (Edipo mediante) pero me parece que mis padres jamás aparecieron en su justa medida. Bueno, hoy es el día.

Señoras y señores: YO TUVE TRES PADRES, a falta de uno. Y adelanto que nada tiene que ver esta historia con alguna experiencia licenciosa de mi progenitora (no que yo sepa).

El primero de mis padres se llamaba César (Cesáreo, a decir verdad, pero su coquetería lo llevaba a apocoparlo). Era un señor correntino que gustaba del chamamé y las guitarreadas, del buen vino y de hacer siempre lo que se le venía en gana. Tanto así que, después de algunos años de convivencia con mi madre y estando ella embarazada de quien suscribe, tomó una decisión que pocos hubieran esperado de un tipo honorable: una mañana se levantó temprano, armó su valija y, sin decir agua va, se fue de la casa. Esa misma mañana se casó con otra y formó una familia que (hasta donde yo sé) no fue mejor que la media de las familias disfuncionales. Meses después, dicen que regresó y trató de raptarme, que protagonizó una escena digna de una película clase "C" junto al vigilante de la cuadra y que nunca más volvió a dar la cara. Bueno, no hasta veinticuatro años después cuando el bebé ya tenía las patas bastante peludas. En su honor, no obstante, también fui bautizado como César, aunque en mi familia nunca se me nombró como tal.

Siendo yo todavía un bebé de pecho, apareció mi segundo papá: don Victorino, quien tuvo a bien cederme su apellido. Hoy en día supongo que la decisión debe haber respondido más bien a ciertas presiones de mi madre que, a fin de lograr su cometido, podía transformarse en un ser exasperante (porque no era "cosa decente" eso de andar por ahí con un hijo guacho). Y ya que cambiaban el apellido, la hicieron completa y arrasaron también con el nombre, que tantos malos recuerdos traía. De ese modo, diez meses después de mi nacimiento, dejé de llamarme César Luna para llamarme Víctor Ramírez, tal como ahora se me conoce. Believe it or not. Yo me desayuné de esta historia hace poco, cuando necesité obtener una copia de mi partida de nacimiento para hacer los trámites sucesorios. En la fotocopia del libro donde estaba asentado mi nacimiento que me entregaron en el Registro Civil figuraba claramente un "CÉSAR" tachado a mano con un "VÍCTOR" superpuesto y una salvedad al margen indicando que la corrección era válida. ¿Cómo era posible que hubieran hecho semejante atrocidad legal? No sé, pero lo hicieron y al parecer no es tan grave porque, en los trámites de la sucesión, nunca me cuestionaron el pequeño detalle.

El caso es que este señor, don Victorino, también desapareció (me inclinaría a pensar que a causa del caráter tan especial de mi señora madre pero no tengo pruebas valederas, más que mi propia experiencia de convivir a su lado durante casi veinticinco años). De allí en más, durante algunos años, carecí de padre y la imagen paterna que me correspondía quedó en manos de mi hermano mayor (medio hermano en realidad, porque su padre no tenía nada que ver con ninguno de los míos aparecidos hasta el momento) y en las de los varios "tíos" que solían frecuentar la casa. Hasta que uno de ellos decidió quedarse.

Él se llamaba José y se quedó en la familia hasta el día de su muerte, posterior a la de mi madre.

Cuando yo hablo de "mi viejo", hablo precisamente de él. Aunque no sé por qué. Los dos primeros no satisfacían ni de lejos las mínimas expectativas encuadradas dentro de la categoría "padre" y éste último tampoco. Era un virginiano demasiado simple que sometió su voluntad a las órdenes de una esposa taurina. Nunca dio muestras de alguna aspiración que no fuera poder ver los partidos de fútbol los domingos en la tele. Trabajaba mucho, eso sí. Nunca nos faltó nada, fuimos a muy buenos colegios, nos dimos ciertos lujos... pero no era de esos padres que abrazan o dan consejos. Sin duda porque nunca se habrá sentido un verdadero padre. ¿Se le puede reprochar eso? Yo sí hubiera querido que lo fuera, aun con sus tantísimos defectos. Incluso llegué a engañarme a mí mismo durante algunos años. Era linda la sensación de tener algo en común con el resto de mis compañeres del cole: tener a alguien a quien llamar "PAPÁ". El hecho de no gustarme el fútbol, ser medio maricón, gordo, estudioso y (por consiguiente) carecer de amigos me transformaba en un freak bastante poco discreto como para añadirle una orfandad paterna. Así fue como decidí valorar en José la única cualidad que lo ponía por sobre los otros dos padres que me regaló el destino: él fue el único que se quedó (lo cual, dadas las circunstancias, no era poco).

Sin embargo, cuando murió me permití llorarlo. Al fin y al cabo era el único padre que había conocido. Lo lloré sin saber muy bien si lloraba por él o lloraba por mí. Si lloraba al que él había sido o al que yo hubiera querido que fuera. Tal vez esta incertidumbre me iguale a tantes otres que, habiendo tenido solo uno, no corrieron mejor suerte que yo con los míos. Al menos (nobleza obliga) le agradezco el orgullo que le iluminaba la mirada cada vez que mis hijes lo llamaban "ABUELO". Que para elles (a dios gracias) fue el único que tuvieron.

Ayer fue el Día del Padre y me acordé de él con mucha tristeza.

Decía mi bisabuela que todes servimos para algo, aunque más no sea como mal ejemplo. Él me enseñó lo que no debía hacer si pretendía ser un buen padre y yo (tan humano como él) asimilé algunas lecciones y otras las sigo aprendiendo a fuerza de equivocaciones. Con el tiempo y cierta madurez, creo que me he reconciliado con su recuerdo. En parte porque nunca tuve el derecho de exigirle ser quien no era y además porque una vez más llegan las frases de mi bisabuela en mi auxilio: "casi nunca vivimos como queremos, apenas como podemos".

Durante muchos años, mi propia paternidad fue una fuente inagotable de temores. ¿Sería capaz de hacerlo bien? Une suele ponerse en estos casos metas demasiado altas y siempre se está al borde del abismo. Hoy por hoy, los temores no se han ido del todo y el camino sigue regado de avances y retrocesos. Tengo, eso sí, una buena excusa que suele ayudarme a superar los momentos aciagos: nadie me ha enseñado a ser buen padre y mucho menos a ser un padre gay (dato este que no debería tener relevancia pero la tiene). Y tengo algo mejor aún: el amor de mis hijes que, de tanto en tanto, me alientan con frases como la siguiente: "Sos raro, pero con esa historia hay que reconocer que bastante sanito resultaste". Y tienen razón.

Esto ha sido todo por hoy. Desde las callecitas de la siempre misteriosa Ciudad de la Santísima Trinidad y Puerto de Nuestra Señora de los Buenos Aires se despide Víktor Huije, un cronista de su realidad que, aun siendo gay, tiene todo el derecho a equivocarse, como cualquier padre de vecine.

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