jueves, 1 de octubre de 2020

El cosechero


#CancionesDeCuarentena número 45.

Dice el filósofo contemporáneo Pancho Ibáñez que todo tiene que ver con todo. Así, los vínculo entre las cosas y los hechos son infinitos y muchas veces insólitos e inesperados. Por ejemplo, hace unos días me acordaba de la tía Pilar, aquella tía postiza que fuera tan amiga de la Emma. La que me decía "gurí".

Era una mina tan especial. Fumaba como un ekeko y se reía guasamente como si le fuera la vida en cada risotada. Hablaba tan rápido que a veces se me dificultaba comprender lo que decía. Ella se daba cuenta y quizá por eso repetía siempre las mismas cosas. Pero era tan jovial, tan "enérgica", que a mí al menos no me molestaba escuchar las repeticiones. Contaba que en Entre Ríos era tan pobre que vivía a mates y la yerba la cambiaba "cuando los palotes se ahogaban, cansados de tanto nadar".

Con muchas comillas, yo era un nene mimado y (aunque la Emma era una laburante) siempre andaba limpito y bien vestido y tenía acceso a una heladera que siempre estaba llena de comida. Yo tenía las cuatro comidas diarias y me daba el lujo de ser mañoso. Odiaba el tomate y todo lo que tuviera relación con la ensalada. Y a la hora de la merienda, era infaltable la leche con chocolate. Menos en las temporadas en las que estaba en casa la abuela Isabel, que preparaba lo que ella llamaba "café de cascarilla", infusión que también aborrecía.

 - Vos tenés que aprender a tomar mate, gurí. -me decía la tía Pilar- Porque uno nunca sabe cuando cambia la correntada y de pronto te das cuenta de que estás con el culo pa'l norte.

Yo la escuchaba porque me gustaba su forma de hablar, pero en realidad no entendía ni jota de la mitad de las cosas que me decía. Lo del mate sí me lo acuerdo porque ese día me enseñó a tomar mate. Y mi primer acercamiento se plasmó en una lengua escaldada. El mate estaba tan caliente que me quemó hasta el c... bueno, sí... hasta ahí. Y mi cara debe haber sido de mucha desesperación porque fue una de las pocas veces en que la tía se puso seria conmigo. En realidad, no debe haber sido para tanto. Pero ya les dije que yo era un pendejo ñañoso. Y como yo estaba al punto del llanto, ella me abanicaba con la mano ¡como si el gesto tuviera efectos de pancután!

Entonces, para dar un giro de ciento ochenta grados a la situación encendió la radio con la consigna de "¡Vamos a bailar!". Era una táctica habitual en ella. Ella hablaba mucho y bailaba más.

Y cuando encontró una emisión que pasara música, la canción que se escuchó en la radio fue "El cosechero". No me acuerdo quién la cantaba, pero sí recuerdo el abrazo de la tía y cómo se movía al compás de la música, conmigo colgando como una bolsa de papas. Y cantaba "Algodón que se va, que se va..." haciendo ondular los brazos como si fuera una odalisca.

Han pasado cincuenta años desde aquella tarde y se me hace que fue ayer.

Años más tarde, en el 82, cuando ya hacía rato que ella y la Emma se habían distanciado, su recuerdo me sorprendió de la manera menos imaginada.

Mercedes Sosa había regresado del exilio y su primera presentación fue en el Teatro Ópera. Mis finanzas no estaban como para darme el lujo de pagar la entrada (había cambiado la correntada) pero sí pude comprarme el cassette. Llegué a casa y fui directo al grabador Ranser, que estoicamente resistía el paso del tiempo en el seno de una familia disfuncional pero que hacía uso y abuso de sus capacidades de emitir música.

Aquel recital de la Negra fue maravilloso, el símbolo del fin una era de oscuridad para nuestro país. Aun en un grabador pedorro como el nuestro, se vivía la emoción y se respiraba futuro. Pero de pronto el tiempo puso reversa y, cuando Raúl Barboza pulsó los primeros acordes de "El cosechero", me sentí otra vez con la lengua escaldada y aprisionado entre los brazos de la tía Pilar. No lo podría asegurar, pero me parece que, con veinte años, en la soledad de la casa, bailé el rasguido doble haciendo ondular los brazos como una odalisca.

Hoy la tía Pilar cumpliría no sé cuántos años (ella era una mina sin edad) y, aunque mis vecinos se molesten por la música en la madrugada, no me puedo ir a dormir sin grabarle su canción. Yo qué sé... por ahí... donde esté... le llegue la noticia de que todavía la recuerdo.


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