"Si el amor es una enfermedad, yo elijo morir en tus ojos".Semejante cursilería me la dijo (hace más de treinta años) el único hombre que fue capaz de sostener sus dichos hasta las últimas consecuencias. Tanto que murió con su mirada clavada en la mía.
Creo que debe haber leído la frase en alguna de las noveluchas de Corin Tellado que su madre (muy sicóloga ella pero reaccionaria e incongruente) devoraba en sus ratos libres. Pero ese hecho no le quita mérito y aun resuena en mi memoria esa voz disfónica de muchachito quinceañero que me enseñó sin darse cuenta que no todo en la vida es blanco y negro, que la mayoría de las cosas que nos han enseñado es pura patraña y que amar (AMAR) es lo más glorioso que nos puede acontecer a los mortales. Esas cosas no se olvidan y jamás llega uno a agradecerlas lo suficiente.
Yo también lo amé. Y todavía lo amo en cierta forma. Es el único método que conozco para mantenerlo vivo. Después fui capaz de amar a otras personas y, entre ellas, también a una mujer maravillosa con la que compartí los mejores y más plenos años de mi vida, aquella con la que engendré tres sueños maravillosos que hoy son nuestro mayor orgullo.
¿Y cómo puede ser que, reconociéndome gay, haya habido en mi vida una mujer tan importante y que no era mi madre? Sencillo: porque en nunca le he dado demasiada importancia a las etiquetas.
Alguna vez, alguien me regaló una de esas maquinitas rotuladoras. Saben cuáles les digo: esas máquinas manuales que tenían una rueda con letras y números detrás de la cual había un dispositivo que, al oprimirlo, moldeaba el símbolo elegido en una cinta plástica que luego se adhería a la superficie de nuestra elección. Recuerdo que, al principio, con el entusiasmo de la novedad, mi cuarto se llenó de diminutos cartelitos multicolores. Sin embargo, mi espíritu acuariano es indomable y no pasó mucho tiempo hasta que la caja que decía "LÁPICES" se llenó de papelitos, banditas elásticas y tapitas de gaseosa, por solo dar un ejemplo de los tantos recipientes, gavetas y estanterías que perdieron sus exclusividades.
Así fui siempre y siempre lo seré. El amor llegó hasta mí una y otra vez encarnado en diferentes personas y nunca fue demasiado importante lo que llevaran entre las piernas. Porque, como dice la canción que cantaba Baglietto, "el amor es amor, aunque no se lo diga".
Para mí es tan claro y sencillo de comprender que a veces incluso me da bronca la tozudez con la que muchxs se niegan a abrir sus mentes. Sobre todo aquellxs que, por propia voluntad, han abrazado una fe que (en teoría) privilegia el amor por sobre todas las cosas. ¿Acaso hay un amor bueno y otro malo? Estoy harto de lxs que nos señalan con el dedo, de lxs que se burlan de nosotrxs y de lxs que pretenden curarnos. Estoy harto de lxs que, argumentando teorías fundamentalistas, se empeñan en negar nuestros derechos más básicos. Y en la medida de que uno de esos derechos inalienables es el derecho a ser, mi hartazgo se transforma en angustia, en importencia y (por qué no) en miedo.
Hoy es 12 de octubre y, aunque muy pocos lo recuerdan, se cumplen veinte años desde el asesinato de Matthew Shepard, el muchachito de Wyoming que fue salvajemente golpeado y mutilado por el solo hecho de ser gay. Hace poco menos de un mes, un activista iraquí fue acribillado a balazos por la propia policía porque el joven era homosexual. Más cerca de nosotrxs, no debemos omitir el caso de Pelusa Liendro, la dirigente trans salteña asesinada en noviembre del 2006 a causa de su tarea social a favor de las chicas travestis de su provincia. La lista sigue y sigue con cientos y miles de personas anónimas cuyas muertes (en el mejor de lo casos) solo alimentan estadísticas.
La rotuladora se me perdió hace tiempo. Creo que la última vez que la vi estaba en un cajón de un escritorio que también se perdió en alguna de las tantísimas mudanzas. Ya casi no me acuerdo de ella y ¡lo bien que hago! En cambio, recuerdo con nitidez aquellas palabritas que me hicieron estremecer por primera vez y eso está mejor todavía. Lxs que nos odian no saben nada de nosotrxs y se aferran como trogloditas a verdades que muchas veces ellxs mismxs inventan para justificar su salvajismo, su ignorancia y su pobreza de espíritu. ¿Llegará el día en que se animen a remover sus estructuras? Lamentablemente lo dudo. No todxs lxs seres que habitan el planeta son tan humanxs como parecen. Muchxs de ellxs jamás aprenderán que el verdadero amor nunca discrimina. Esa bendición solo nos toca a algunxs elegidxs.
Esto ha sido todo por hoy. Desde las callecitas de la siempre misteriosa Buenos Aires se despide Víktor Huije, un cronista de su realidad que suele guardar las medias en el cajón de los cubiertos.
1 comentario:
Vos que buenos artículos tienes en tu blog, me ha servido de inspiración! Ya hasta te copié el calendario :P
Felicitaciones, sigue adelante!
Publicar un comentario