jueves, 28 de octubre de 2010

Pedacitos de mí


Durante los primeros cuarenta y ocho años de mi vida me he enfrentado muchas veces a los dolores de la muerte. He perdido a casi todas las personas que he amado entrañablemente y yo sigo aquí, con mi propia muerte susurrándome al oído y un pedacito de las muertes de cada une de elles que me ayuda a no olvidar.

Llevo dentro de mí a mi padrino Fernando. Él me quería tanto, tanto, que nunca tuvo necesidad de decírmelo con palabras. Le bastó con brindarme una sonrisa, con tomarme de la mano en las noches de invierno cuando yo insistía en acompañarlo a pasear el perro y con ser el único que me respondió siempre con la verdad, por dura que fuera.

Llevo dentro de mí a mi hermano Alberto. Él sabía mejor que yo mismo quién yo era. Y lo sabía porque su amor hacia mí era tan grande que le había permitido ver más allá de lo evidente. Él me enseñó que los demás existen, que vivir es mucho más que respirar. Y como si fuera poco, un día, después de haber cagado a piñas a uno que me había dicho puto, vino y me abrazó con tanta fuerza que su abrazo todavía me abriga.

Llevo dentro de mí a mi amado Jorge. Él supo enseñarme con el ejemplo el poder de la pasión y del amor puesto en marcha. Tanto amor y tanta pasión que todavía arden en un rinconcito de mi pecho.

Llevo dentro de mí a mi bisabuela que, viejita como era, demostraba a cada instante que vivir vale la pena. Ella fue la imagen misma de la sabiduría y de la dignidad. Una mujer que nunca habrá de recibir los suficientes agradecimientos. Su legado fue tan enorme que nada cuanto pueda uno decir abarcaría su grandeza. Ella ha cubierto con palabras y, sobre todo, con ejemplos, la orfandad en la que nos sumió su partida.

Llevo dentro de mí a mi Virginia. Muy, muy dentro de mí. Porque, si bien nunca pude estrecharla entre mis brazos, ella fue la encargada de darme la noticia de que no todo se acaba. Porque ella me enseñó que no hacen falta fotos para recordar. Porque, como su padre, la amé desde mucho antes de haberla conocido y la sigo amando, mucho tiempo después de haberla perdido.

Llevo dentro de mí, por supuesto, a mi madre. Ella, que supo tener tantas y tan diametralmente opuestas opiniones sobre casi todo, pero que me amó tanto, tanto, que siempre se las arregló para sostener mi mano cada vez que fue preciso. Su muerte representa para mí, sin ninguna duda, el más grande de los dolores que me ha tocado sortear. Un dolor que no cesa y no descansa. Un dolor extraño que se vuelve fuerza cada vez que, a punto de desfallecer, me recuerda que siempre se puede un poco más, que los brazos siempre deben estar dispuestos a dar pelea. Una grosa mi vieja. Ella, que siempre regresa de la muerte para darme aliento cálido.

La muerte de les que amé me ha quedado dentro. Porque con cada une de elles se fue un pedacito de mí, conformando esos huequitos que me han quedado en el alma y que no se pueden llenar.

Y a fuerza de ser tantos y tan grandes los vacíos, uno se cree que se ha convertido en un experto en estas lides. Uno juega a reforzar la armadura y llega a convencerse de que el cuero se endurece. Como si el alma pudiera maquillarse. Como si la mirada fuera tan obediente como la palabra...

Esta mañana de fines de octubre, me despierto con la noticia de la muerte de Néstor y, en un primer momento me dije: “Pucha, ¡qué cagada!”. Pero nada más.

Sin embargo, no sé cuándo, algún clic hizo crac dentro de mí y discutí con la vieja facha que vive al lado cuando me dijo que era un día de festejo. Raro, muy raro en mí, que con el paso del tiempo he dejado de pelear con las personas que no me interesan. Y después, con el paso de las horas, la memoria fue haciendo lo suyo.

Recordé un país en llamas y mi partida a Chile, anímicamente exiliado, casi vencido y con hiel en vez de sangre. Muches de nosotres éramos muertes en vida y, en mi caso, busqué la resurrección allende los Andes, a falta de posibilidades de cruzar el charco. Recordé (¡pucha que recordé!) y el pecho se me empezó a estrujar como un lampazo. Y entonces apareció la primera lágrima. Me pregunté por qué lloraba y, mientras seguía llorando, recordaba que Néstor fue el timonel de aquel barco que se hundía. Recordé y las lágrimas no paraban de salir. No paran de salir.

Estoy seguro de que eso es lo que nos hace falta: RECORDAR. Porque el solo hecho de haber sido Néstor el único capaz de salvarnos de aquella tragedia que fue el 2001 bastaría para que todes les argentines y todes les extranjeres que aun viven y disfrutan en nuestro país le estuviéramos eternamente agradecides. No fue sencillo pero NADIE puede afirmar honestamente que el país que nos deja es peor que el que recibiera. Honestamente digo, porque ya todes sabemos que el caranchaje vernáculo no suele detenerse en ese tipo de cuestiones éticas.

No voy a detenerme en panegíricos que no me nacen y que a nadie le interesan viniendo de un don nadie como quien suscribe. Baste con decir que, a lo largo de esta tarde, tan soleada y cálida, sigo llorando como hacía mucho no lloraba. Tal vez porque me estoy poniendo viejo. Tal vez porque se ha producido el milagro de ser aun más maricón de lo que ya era. Tal vez porque la muerte me resulta cada día, cada hora, cada minuto, más cercana y menos ajena. Tal vez porque hay un poco de cada cosa... o tal vez porque soy un tipo agradecido. Porque fue Néstor el único que reavivó (aunque más no fuera un poquitito) la ilusión de aquella patria que me pintaban de pequeño: aquella Argentina socialmente justa, económicamente libre y políticamente soberana que muches han olvidado.

Las lágrimas siguen aquí, tan saladas como firmes. Y aunque parezca mentira, ahora caigo en la cuenta de que no son solo de tristeza (esa tristeza profunda que más de una vez me ha carcomido la esperanza). También hay algo de alegría y (repito) mucho de gratitud y mucho de ilusión. Solía decir Néstor que no importa quién lleve el palo, que lo que importa es la bandera, y estoy seguro de que Cristina tiene los ovarios suficientes para encarar con éxito a las hienas que, a partir de mañana, van a volver a olisquearle la yugular. Les que tenemos dignidad deberemos estar ahí, siempre al pie del cañón, y en todo momento tener presente que la única batalla que se pierde es la que se abandona.

Esto es todo por hoy. Desde las cálidas y misteriosas callecitas de la Ciudad de la Santísima Trinidad y Puerto de Nuestra Señora de los Buenos Aires se despide Víktor Huije, un cronista de su realidad que hoy rinde homenaje a Néstor Kirchner, un hombre que merece todo mi respeto y admiración. Tanto que, transitando ya mi cuadragésimo noveno año de vida, otro pedacito de mí se va con él.


Novelas de Carlos Ruiz Zafón